La victoria de los iconoclastas o el revés de los positivismos

Me gusta mucho Gilbert Durand, así que publico aquí un artículo suyo muy interesante. Para saber quién es Gilbert Durand, remitirse a wikipedia.

por GILBERT DURAND
(cap. 1 de «L’imagination symbolique»)
traducido por Enrique Eskenazi

«El positivismo es la filosofía que, en un mismo movimiento, suprime a Dios y clericaliza todo pensamiento» (Jean Lacroix, «La sociologie d’Auguste Comte», p. 110)
Puede parecer doblemente paradójico querer tratar sobre «el Occidente iconoclasta». ¿Acaso la historia de la cultura no reserva este epíteto para la crisis que sacudió al Oriente bizantino en el siglo VII? ¿Y como puede tacharse de iconoclasta a la civilización que rebosa de imágenes, que ha inventado la fotografía, el cine, los innumerables medios de reproducción iconográfica?

Pero hay muchas formas de iconoclasia. Una, por defecto, rigorista, es aquella de Bizancio la cual, desde el siglo V, con San Epifanio, se manifiesta y se irá fortaleciendo bajo la influencia del legalismo judío o musulmán, y que será más bien una exigencia reformadora de «pureza» del símbolo contra el realismo demasiado antropomórfico del humanismo cristológico de San Germán de Constantinopla y después de Teodoro Estudita. Otra, más insidiosa, es de algún modo, por exceso, inversa en intenciones a la de los píos concilios bizantinos. Pues, si la iconoclasia del primer tipo ha sido un simple accidente en la ortodoxia, se tratará de mostrar que la iconoclasia del segundo tipo, por exceso, por evaporación del sentido, ha sido el rasgo constitutivo y contínuamente agravado de la cultura occidental.

En principio el conocimiento simbólico, definido triplemente como pensamiento siempre indirecto, como presencia figurada de la trascendencia y como comprehensión epifánica, aparece en las antípodas de la pedagogía del saber tal como se instituye desde hace diez siglos en Occidente. Si como O. Spengler se hace comenzar plausiblemente nuestra civilización con la herencia de Carlomagno, se nota que Occidente siempre ha opuesto a los tres criterios precedentes elementos pedagógicos violentamente antagónicos: a la presencia epifánica de la trascendencia, las iglesias opusieron dogmas y clericalismos, al «pensamiento indirecto» los pragmatismos opusieron el pensamiento directo, el «concepto» -cuando no el «percepto»- y finalmente, ante la imaginación comprehensiva «madre de error y de falsedad», la Ciencia dirigirá las largas cadenas de razones de la explicación semiológica, asimilando además estas últimas a largas cadenas de «hechos» de la explicación positivista. De alguna manera los famosos «tres estados» sucesivos del triunfo de la explicación positivista son los tres estados de la extinción simbólica.

Son estos «tres estados» de la iconoclasia occidental los que recorreremos brevemente. Sin embargo esto «tres estados» no tienen la misma evidencia iconoclasta y para proceder de lo más evidente a lo menos evidente, en nuestro estudio debemos invertir el curso de la historia, intentando, a partir de la iconoclasia demasiado notoria del cientificismo, remontarnos a las fuentes más profundas de este gran cisma del Occidente por relación a la vocación tradicional del conocimiento humano.
La depreciación más evidente de los símbolos que nos presenta la historia de nuestra civilización es ciertamente la que se manifiesta en la corriente cientificista surgida del cartesianismo. Ciertamente, como ha escrito excelentemente un cartesiano contemporáneo, no porque Descartes rechace usar la noción de símbolo. Pero el único símbolo para el Descartes de la tercera Meditación, es la misma conciencia «a imagen y semejanza» de Dios. Es por ello exacto pretender que con Descartes el simbolismo va a perder su carta de ciudadanía en filosofía. Incluso un epistemólogo de un no cartesianismo tan decidido como Bachelard escribe aún en nuestros días, que los ejes de la ciencia y de lo imaginario son primeramente opuestos, y que el científico debe ante todo limpiar al objeto de su saber, por un «psicoanálisis objetivo», de todas las pérfidas secuelas de la imaginación «deformadora». Descartes instaura el reino del algoritmo matemático, y Pascal, matemático, católico y místico, no se engañaba cuando denuncia a Descartes. El cartesianismo asegura el triunfo de la iconoclasia, el triunfo del «signo» sobre el símbolo. La imaginación, como también la sensación, se rechazada por todos los cartesianos como la madre del error. Ciertamente, para Descartes sólo el universo material se reduce al algoritmo matemático gracias a la famosa analogía funcional: el mundo físico no es sino figura y movimiento, es decir, res extensa, y en consecuencia toda figura geométrica no es sino ecuación algebraica.

Pero tal método de reducción a «evidencias» analíticas pretende ser el método universal. Se aplica justamente, y ya con Descartes, al «yo pienso» último «símbolo» de ser cierto, más cuan temible símbolo a fin de que el pensamiento, por tanto el método -es decir, el método matemático- devenga el único símbolo del ser! El símbolo -cuyo significante no tiene sino la diafanidad del signo- se difumina poco a poco en la pura semiología, se evapora por así decirlo, metódicamente en signo. Por este sesgo que con Malebranche y sobre todo con Spinoza el método reductivo de la geometría analítica se aplicará al Ser absoluto, al mismo Dios.

Con el siglo XVIII, ciertamente, comienza una reacción contra el cartesianismo. Pero esta reacción será inspirada por el empirismo escolástico en Leibniz como en Newton, y más adelante veremos que este empirismo es tan iconoclasta como el método cartesiano. Todo el saber de los dos últimos siglos se resumirá en un método de análisis y de medida matemática nacido de un deseo de numeración y de observación en el cual la ciencia histórica hallará recuento. Es así que se inaugura la era de la explicación científica que en el siglo XIX, bajo las presiones de la historia y de su filosofía, se volverá positivismo.

Esta concepción «semiológica» del mundo será la concepción oficial de las universidades occidentales y especialmente de la universidad francesa, primogénita de Augusto Comte y nieta de Descartes. No sólo es pasible de exploración científica el mundo, sino que sólo la exploración científica tiene derecho al título de conocimiento. Durante dos siglos la imaginación fue violentamente anatemizada. Brunschvig la considera aún como «pecado contra el espíritu» en tanto que Alain no ve en ella sino la infancia confusa de la consciencia; Sartre descubre en lo imaginario «la nada», «objeto fantasma», «pobreza esencial».

En la filosofía contemporánea de descendencia cartesiana se produce una doble hemorragia de simbolismo: sea que se reduzca el cogito a «cogitaciones» y entonces se obtiene el mundo de la ciencia donde el signo sólo se piensa como término adecuado de una relación, se que se «quiera tornar el ser interior a la conciencia» y entonces se obtienen fenomenologías viudas de trascendencia para las que la colección de los fenómenos no orienta ya hacia un polo metafísico, ya no evoca lo ontológico puesto que no lo invoca, no alcanza sino una «verdad a distancia, una verdad reducida». En resumen, puede decirse que la denuncia cartesiana de las causas finales y la reducción del ser al tejido de relaciones objetivas resultante han liquidado en el significante todo lo que era sentido figurado, toda reconducción a la profundidad vital del llamado ontológico.

Una iconoclasia radical de ese modo no se desarrolló sin graves repercusiones sobre la imagen artística pintada o esculpida. El rol cultural de la imagen pintada se minimiza al extremo en un universo donde cada día triunfa la potencia pragmática del signo. Incluso Pascal afirma su desprecio por la pintura, preludiando así el desamparo social en el que será tenido «el artista» por el consenso occidental a través mismo de la revolución artística del romanticismo. El artista, como el icono, ya no tiene lugar en una sociedad que poco a poco ha eliminado la función esencial de la imagen simbólica. Además, después de las vastas y ambiciosas alegorías del Renacimiento, el arte del siglo XVII y XVIII se pretende, en conjunto, minimizar en un mero «divertimento», en un puro «ornamento». La misma imagen pintada, tanto en la alegoría enfriada de Le Sueur, en la alegoría política de Lebrun y de David, como en la «escena de género» del siglo XVIII, ya no intenta «evocar». De este rechazo de la evocación nace el ornamentalismo académico que, desde los epígonos de Rafael a Fernand Léger, pasando por David y los epígonos de Ingres, reducen el rol del icono a decorado. Y aún en las revueltas románticas e impresionistas contra esta condición devaluada, la imagen y su artista no recuperarán más, en los tiempos modernos, la potencia de significación plena que poseen en las sociedades iconófilas, en el Bizancio macedónico como en la China de los Song. Y en abundante y vindicativa anarquía de las imagenes que repentinamente se desencadena y sumerge al siglo XX, el artista busca desesperadamente anclar su evocación más allá del desierto cientificista de nuestra pedagogía cultural.

Si se remontan algunos siglos antes del cartesianismo, se percibe una corriente aún más profunda de iconoclasia, corriente que repudiará la mentalidad cartesiana. Esta corriente es vehículo, del siglo XIII al XIX, para el conceptualismo aristotélico o más exactamente para la variante ockhamista y averroista de este último. La Edad Media occidental retoma por su cuenta la vieja querella filosófica de la antigüedad clásica. El platonismo, tanto grecolatino como alejandrino, es una filosofía de «cifra» de la trascendencia, es decir, implica una simbólica. Ciertamente, diez siglos de racionalismo han corregido, a nuestros ojos, los diálogos del discípulo de Sócrates donde no leemos ya sino las premisas de la dialéctica y la lógica de Aristóteles, incluso del matematicismo de Descartes. Pero la utilización sistemática del simbolismo mítico y aún de juegos de palabras etimológicos, por parte del autor del Banquete y del Timeo, basta para convencernos de que el gran problema platónico era el de la reconducción de los objetos sensibles al mundo de las ideas, el de la reminiscencia que, lejos de ser una vulgar memoria, es por el contrario una imaginación epifánica.

Al otro extremo del alba medieval, es aún una doctrina semejante la que sostendrá Juan Scoto Erígena: Cristo deviene el principio de esta reversio, inversa de la creatio, por la cual se efectuará la divinización, deificatio, de todas las cosas. Pero la solución adecuada del problema platónica la propone finalmente la gnosis valentiniana en aquél lejano Occidente de los primeros siglos de la era cristiana. A la pregunta que obsesiona al platonismo; «¿Cómo es que el Ser sin raíces y sin lugar ha llegado hasta las cosas?», planteada por el alejandrino Basílides, Volantín responde con una angeleología, una doctrina de los «ángeles», intermediarios, los eones que son los modelos eternos y perfectos de este mundo imperfecto puesto que separado, en tanto que la reunión de los eones constituye la Plenitud (el Pléroma)

Estos ángeles, que se encuentran en otras tradiciones orientales, son como bien ha mostrado Henri Corbin, el criterio mismo de una ontología simbólica son símbolos de la misma función simbólica que es- ¡como ellos!- mediadora entre la trascendencia del significado y el mundo manifiesto de los signos concretos, encarnados, que por ella devienen símbolos.

Ahora bien, este angeleología, constitutiva de una doctrina del sentido trascendente mediado por el humilde símbolo, consecuencia extrema de un desarrollo histórico del platonismo, será rechazada en nombre del «pensamiento directo» por la crisis de los universales que inaugura en Occidente el conceptualismo aristotélico. Conceptualismo cada vez más coloreado de empirismo al que Occidente en conjunto será fiel durante cinco o seis siglos al menos (si se hace acabar la era peripatética con Descartes, sin tener en cuenta el conceptualismo kantiano ni el positivismo comtiano…). El aristotelismo medieval, aquel surgido de Averroes y al que se acogen Siger de Brabante y Ockham, es la apología del «pensamiento directo» contra todos los prestigios del pensamiento indirecto. El mundo de la percepción, lo sensible, ya no es un mundo de intercesión ontológica donde se epifaniza un misterio como era el caso en Escoto Erígena o aún en San Buenaventura. Es un mundo material, el de lugar propio, separado de un motor inmóvil tan abstracto que no merece el nombre de Dios. La «física» de Aristóteles, que la cristiandad adoptará hasta Galileo, es la física de un mundo dado de baja, combinación de cualidades sensibles que no reconducen sino a lo sensible o a la ilusión ontológica que bautiza con la palabra «ser» a la cópula que une un sujeto a un atributo. Lo que Descartes denunciará en esta física en primera instancia no es su positivismo sino su precipitación. Ciertamente, para el conceptualismo la idea posee una realidad «in re», en la cosa sensible de donde la extrae el intelecto, pero no conducen sino a un concepto, a una definición pedestre que se pretende sentido estricto, ya no reconduce, como la idea platónica, de impulso meditativo en impulso meditativo al supremo sentido trascendente que está «más allá del ser en dignidad y en potencia». Y se sabe con qué facilidad este conceptualismo se difuminará en el nominalismo de Ockham. Los comentadores de los tratados de física peripatéticos no se engañan al oponer las «historiai» (las investigaciones) aristotélicas, tan cercanas en espíritu de la entidad «histórica» del positivismo moderno, a los «mirabilia» (los acontecimiento extraños y maravillosos) o bien a los «idiotes» (acontecimientos singulares) de todas las tradiciones herméticas. Estas últimas procedían por relaciones «simpáticas», por homologías simbólicas.
Este delizamiento hacia el mundo del realismo perceptivo, donde el expresionismo es decir el sensualismo- reemplaza la evocación simbólica, es más visible en el paso del arte románico al arte gótico. La primavera románica vio florecer una iconografía simbólica heredada del Oriente, pero esta primavera fue muy breve con respecto a los tres siglos de arte «occidental», de arte llamado gótico. El arte románico es un arte «indirecto», pleno de evocación simbólica, frente al arte gótico tan «directo» del cual será prolongación natural el sorprendente «trompe-l’oeil’. Aquello que se transparentaba en la encarnación escultural del símbolo románico era la gloria de Dios y su victoria sobrehumana sobre la muerte. Lo que muestra cada vez más la estatuaria gótica son los sufrimientos del hombre-Dios.

Mientras que el estilo románico, con menos continuidad ciertamente que Bizancio, conserva un arte del icono que reposa sobre el principio teofánico de una angeleología, el arte gótico aparece en su proceso como el tipo mismo de iconoclasia por exceso: acentúa a tal punto el significante que se desliza del icono a la imagen muy naturalista, que pierde su sentido sagrado y deviene simple ornamento realista, simple «objeto de arte». Paradójicamente, es menos iconoclasta el purismo austero de San Bernardo que el realismo estético de los góticos alimentado por la escolástica peripatética de Santo Tomás. Ciertamente, esta depreciación del «pensamiento indirecto» y de la evocación angélica que se le asocia, por parte del buen sentido pedestre de la filosofía aristotélica y del averroismo latino, no se cumplirá en un sólo día. Habrá resistencias difícilmente ocultadas; la floración del estilo cortés, del culto del amor platónico por los Fedeli d’Amore, como el renacimiento franciscano del simbolismo con San Buenaventura. Igualmente, es necesario señalar que en el realismo de ciertos artistas, de Memling por ejemplo y más tarde del Bosco, se transparenta un misticismo oculto que transfigura la minuciosidad trivial de la visión. Pero no es menos verdad que el régimen de pensamiento que adopta el Occidente fáustico del siglo XIII, haciendo del aristotelismo la filosofía oficial de la cristiandad, es un régimen que privilegia el «pensamiento directo» en detrimento de la imaginación simbólica y de los modos de pensamiento indirecto.

Desde el siglo XIII las artes y la conciencia ya no tienen por objetivo reconducir a un sentido, sino «copiar la naturaleza». El conceptualismo gótico pretende ser una copia realista de las cosas tal como son. La imagen del mundo, sea pintada, esculpida o pensada, se des-figura y reemplaza el sentido de la Belleza y la invocación al Ser por el manierismo de la gracia o el expresionismo de las angustias de la fealdad. Puede escribirse que si el cartesianismo y el cientificismo que de él brota era una iconoclasia por defecto y por desprecio generalizado a la imagen, la iconoclasia peripatética el tipo de iconoclasia por exceso: en el símbolo descuida el significado para no inculcarse sino a la epidermis del sentido, al significante. Todo el arte, toda la imaginación, se pone al servicio de la única curiosidad fáustica y conquistadora de la cristiandad. Es verdad que aún más profundamente la consciencia de Occidente había sido preparada para este papel ornamentalista por una corriente de iconoclasia más primitiva y más fundamental, que ahora examinaremos.
El racionalismo, aristotélico o cartesiano, tienen la inmensa ventaja de pretenderse universales por distribución individual del «sentido común» o del «buen sentido». No vale lo mismo para las imágenes; son esclavizadas a un acontecimiento, a una situación histórica o existencial que las colorea. Por ello una imagen simbólica necesita sin cesar ser revivida, un poco como un trozo de música o un personaje de teatro que necesitan de un intérprete. Y el símbolo, como toda imagen, es amenazado por el regionalismo de la significación, y corre el riesgo de transformarse en cada instante en lo que R. Alleau nombra juiciosamente un «sintema», es decir, una imagen que ante todo tiene por función un reconocimiento social, una segregación convencional. Podría decirse que es un símbolo reducido a su potencia sociológica. Toda «convención», aunque esté animada por las mejores intenciones de «defensa simbólica» es fatalmente dogmática. En el plano de la reconducción ontológica y de la vocación personal se produce una degeneración que distingue claramente el pastor Bernard Morel: «La teología latina ha traducido la palabra griega «misterio» por «sacramento», pero la palabra latina no tiene toda la riqueza de la palabra griega. En el misterio griego hay una apertura al cielo, un respeto por lo inefable, un realismo espiritual, una fuerza en la exultación, que no expresa la moderación lógica y la concisión jurídica del sacramento romano». La imagen simbólica perderá esas virtudes de apertura a la trascendencia en el seno de la libre inmanencia. Al devenir sintema, se funcionaliza podríamos decir, con respecto a los clericalismos que pretenden definirla, y así se funcionariza. La imagen simbólica que se encarna en una cultura y en un lenguaje cultural, corre el riesgo de esclerosamiento en dogma y en sintaxis. En este punto la letra amenaza al espíritu, en tanto la poética profética se vuelve sospechosa y amordazada. Ciertamente, es una de las grandes paradojas del símbolo el no expresarse sino por una «letra» más o menos sintemática. Pero la inspiración simbólica aspira a despertar al espíritu más allá de la letra, so riesgo de morir. Pero toda Iglesia es funcionalmente dogmática, institucionalmente está del lado de la letra. Una Iglesia, como cuerpo sociológico, «corta el mundo en dos; los fieles y los sacrílegos», y especialmente la Iglesia romana que, en el momento culminante de su historia, teniendo con mano firme el cuchillo de doble filo, no podrá admitir la libertad de inspiración y la imaginación simbólica. La virtud esencial del símbolo, ya hemos dicho, consiste en asegurar en el seno del misterio personal la presencia misma de la trascendencia. Tal pretensión aparece como la puerta abierta al sacrilegio para un pensamiento eclesiástico. Ya sea fariseo, sunita o «romano», el legalismo religioso se enfrenta siempre fundamentalmente con la afirmación de que para cada individualidad espiritual hay una «inteligencia agente separada, su Espíritu Santo, su señor personal que le vincula con el Pléroma sin otra mediación». Dicho de otro modo, en el proceso simbólico puro, el Mediador, Angel o Espíritu Santo, es personal, emano de algún modo del libre examen, o mejor aún de la libre exultación, y por ello escapa a toda formulación dogmática impuesta desde fuera. El vínculo de la persona, por mediación de su ángel, con lo Absoluto ontológico, escamotea incluso la segregación sacramental de la Iglesia. Como en el platonismo, y especialmente el platonismo valentiniano, bajo la cubierta de la angeleología, existe una relación personal con el ángel del conocimiento y de la revelación.

Todo simbolismo es por tanto un tipo de gnosis, es decir, un proceso de mediación por un conocimiento concreto y experimental. Como una gnosis, el símbolo es un «conocimiento beatificante», un «conocimiento redentor», que no necesita de un intermediario social, es decir, sacramental y eclesiástico. Pero esta gnosis, puesto que concreta y experimental, siempre tendrá la tendencia a figurar al ángel en mediadores personales de segundo grado: profetas, mesías y sobre todo la mujer. Para la gnosis propiamente dicha lo «ángeles supremos» son Sofia, Barbeló, Nuestra-Señora-Espíritu-Santo, Helena, etc., de las cuales la caída y la salvación figuran las mismas esperanzas de la via simbólica: la reconducción de lo concreto a su sentido iluminante. Pues la Mujer, como los Ángeles de la teofanía plotiniana, posee en oposición al hombre una doble naturaleza que es la doble naturaleza del «symbolon» mismo: creadora de un sentido y a la vez receptáculo concreto de ese sentido. La feminidad es la única mediadora porque es a la vez «pasiva» y «activa». Eso era lo que ya había expresado Platón, y lo que expresa la figura judía de Shejiná así como la figura musulmana de Fátima. La Mujer es por tanto como el ángel, el símbolo de los símbolos, tal como aparece en la mariología ortodoxa bajo la figura de la Theotokos, o en la liturgia de las Iglesias cristianas, que se identifican voluntariamente como intermediaria suprema con «La Esposa».

Ahora bien, es significativo que todo el misticismo de Occidente abrevará en estas fuentes platónicas. San Agustín jamás renegó el neo platonismo. Y Escoto Erígena introdujo en el siglo XI en Occidente los escritos de Dionisio Areopagita. Bernardo de Claraval, como su amigo Guillermo de Saint Thierry, como Hildegarde de Bingen, todos son familiares de la anámnesis platónica. Pero ante esta transfusión de misticismo la Iglesia vigilia funcionalmente con sospecha.

Tocamos aquí el factor más importante de la iconoclasia occidental, pues la actitud dogmática implica un rechazo categórico del icono en tanto que apertura espiritual para una sensibilidad, una epifanía de comunión individual. Para las Iglesias orientales, el icono está ciertamente pintado según medios canónicamente fijos, y pareciera que más rígidamente fijos que en la iconografía occidental. Pero no es menos cierto que el culto de los iconos utiliza plenamente el doble poder de reconducción y de epifanía sobrenatural del símbolo. Sólo la Iglesia ortodoxa, aplicando plenamente las decisiones del concilio ecuménico VIIº, que prescribe la veneración de los iconos, da a la imagen el rol sacramental plenamente de «doble esclavitud» que hace que, por el vehículo de la imagen, del significante, las conexiones entre el significado y la conciencia que adora «no son puramente convencionales, sino que son radicalmente íntimos». Ahora se revela el rol profundo del símbolo: es confirmación de un sentido en una libertad personal. Es por esto que el símbolo no puede explicarse: la alquimia de la transmutación, de la transfiguración simbólica sólo puede efectuarse, en última instancia, en el crisol de una libertad. Y la potencia poética del símbolo define la libertad humana mejor que cualquier especulación filosófica: esta última se obstina en ver en la libertad algo objetivo, mientras que en la experiencia del símbolo experimentamos que la libertad es creadora de un sentido; es poética de una trascendencia en el seno del sujeto más objetivo, más comprometido en el acontecimiento concreto. Es el motor de la simbólica. Es el Ala del Ángel.

Henri Gouhier escribió que la Edad Media se extingue cuando desaparecen los Ángeles. Puede añadirse que se disuelve una espiritualidad concreta cuando quedan vacantes los iconos y se los reemplaza por alegorías. Ahora bien, en épocas de reanudación de dogmatismo y endurecimiento doctrinal, en el apogeo del poder papal bajo Inocencio III o después del Concilio de Trento, el arte occidental es esencialmente alegórico. El arte católico romano es un arte dictado por la formulación conceptual de un dogma. No reconduce a una iluminación, simplemente ilustra las verdades de la Fe dogmáticamente definidas. Decir que la catedral gótica es una «biblia de piedra» no implica en absoluto que aquí se tolere una libre interpretación que la Iglesia rehúsa a la Biblia escrita. Simplemente esas expresiones quieren decir que la escultura, el vitral, el fresco son ilustraciones de la interpretación dogmática del Libro. Si el gran arte cristiano se confunde con el arte bizantino y el arte románico (que son artes del icono del símbolo) se confunde con el «realismo» y la ornamentación gótica como con la ornamentación el expresionismo barroco. La pintura del «triunfo de la Iglesia» es Rubens, no André Roublev o cuando menos Rembrandt.

Así, en al alba del pensamiento contemporáneo, en el instante en que la Revolución Francesa terminó de desarticular los soportes culturales de la civilización de Occidente, uno advierte que la iconoclasia occidental sale notablemente reforzada de seis siglos de «progreso de la conciencia». Pues si el dogmatismo de la letra, el empirismo del pensamiento directo y el cientificismo semiológico son iconoclasias divergentes, su común efecto se va reforzando en el curso de la historia. Es esta acumulación de «tres estadios de nuestras concepciones principales» la que constató A. Comte y la que funda el positivismo del siglo XX. Pues el positivismo que Comte destaca del balance de la historia occidental del pensamiento es a la vez dogmatismo «dictatorial» y «clerical», pensamiento directo al nivel de los «hechos» «reales» por oposición a las «quimeras», y legalismo cientificista. Para retomar una expresión que Jean Lacroix aplica al positivismo de Augusto Comte, podría decirse que el «encogimiento» progresivo del campo simbólico conduce en el alba del siglo XIX a una concepción y a un papel extremadamente «estrecho» del simbolismo. Uno puede preguntarse a justo título si estos «tres estadios» que son los del progreso de la conciencia, no son acaso sino tres etapas de la obnubilación y sobre todo de la alienación del espíritu. Dogmatismo «teológico», conceptualismo «metafísico» con sus prolongaciones ockhamistas, y finalmente semiología «positivista», no son más que una progresiva extinción del poder humano de relacionarse con la trascendencia, del poder de mediación natural del símbolo.

Acerca de Gina Picart

Soy escritora, periodista especializada en La Habana de la colonia y la república, investigadora, crítica de arte, guionista de cine, radio y televisión, pero este blog se propone combatir el maltrato animal y procurar en Cuba su castigo más severo y radical
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3 respuestas a La victoria de los iconoclastas o el revés de los positivismos

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