Muchas personas eluden hablar sobre las influencias que han recibido a lo largo de sus vidas, en especial los intelectuales, quienes gustan de mantener un espeso silencio en torno a esta peliaguda e inquietante cuestión. ¿A quién le debo yo? es una pregunta que pocos desean responder —sobre todo cuando los deudos resultan ser coetáneos y coterráneos—, y entre los que se deciden a hacerlo se percibe a menudo cierta incomodidad, porque ser el primero de una estirpe (sobre todo en los predios del intelecto) es un sueño que encandila hasta a los egos menos pretenciosos, quién lo duda. Sin embargo, como estoy convencida de que nada ennoblece más que reconocer la pertenencia a un linaje ilustre, yo me declaro discípula entusiasta del periodista Ciro Bianchi Ross, maestro de cronistas en esta isla que no sé si será la tierra más hermosa que ojos humanos han visto, pero es la que los cubanos amamos más.
Nuestro periodismo tiene una importante tradición en el género, en cuya nómina del siglo XX brillan nombres tan destacados como los de Eduardo Robreño, Emilio Roig de Leuschenring, Eladio Secades, Federico Villoch, Ramón Catalá, Enrique Núñez Rodríguez, Félix Soloni y otros que cultivaron la crónica de forma ocasional, aunque con no menos talento. Hoy, en la primera década del siglo XXI, el panorama se muestra entre nosotros bastante desolado, y en medio de él se yergue, impactante y solitaria, la extensa obra de Ciro Bianchi.
Cualquier foto de Ciro, pero en especial la que ilustra la nota de contracubierta de su libro Yo tengo la historia, publicado por la editorial UNIÓN, 2008, mostrará de inmediato una de sus más notorios rasgos de personalidad: es un observador sagaz y sutilísimo, siempre en acecho y a quien no escapa ni una partícula del aliento vital de un sucedido, tal como concebía Kublai Kan a los espías perfectos, y cualidad por la cual este legendario monarca recompensó al viajero veneciano Marco Polo con riquezas tales que cuando este, recluido en una cárcel de la Inquisición años después, hablaba de ellas, nadie, salvo Rustichello de Pisa, le creyó.
Ciro posee un currículo impresionante y es, con una alta probabilidad, el periodista más leído en toda Cuba desde que comenzó a ejercer este oficio, gracias a sus magistrales, amenas, pintorescas crónicas de la historia nacional. Porque no se trata únicamente de investigar hasta el dato más escondido y sacarlo a la luz. Importa muchísimo también la capacidad para comunicar que tenga quien escribe; capacidad que debe estar muy afinada en el género más alejado del espíritu intrínsecamente periodístico, porque se mueve en esa zona incierta donde comienzan los territorios siempre mal delimitados de la literatura y el lenguaje se permea de giros específicos, por lo general, alejados del coloquialismo cotidiano y de la voz escueta del diarismo. En una crónica, pues, se impone, para que tenga calidad, un arte del buen narrar unido al don bien poco frecuente de la comunicación. Ciro se distingue, además, por el ejercicio de un humor desenfadado, pícaro y burlón, pero tan fino que torna la lectura de un texto suyo en algo muy semejante al paladeo de una torta de tiramisú en el café El Escorial de la Plaza Vieja. Es verdad que gracejo (¡y muchísimo!) tuvieron también sus antecesores. Quién no recuerda la ironía mordaz de un Leuschenring, o a Secades, con su estilo tan deudor de la vis cómica por contraste cruzado, o a Núñez Rodríguez con su singular disposición para la picaresca y el humorismo criollísimos. Pero entre las diferencias que hacen posible caracterizar a Bianchi en relación con los cronistas antes mencionados, hay una que merece particular atención: en conjunto, ellos fueron más inclinados al costumbrismo que a la Historia. Bianchi parece más obsedido que sus colegas por esta última disciplina. Y es este un punto tan interesante que en breve volveré sobre él.
Sí, creo que puede hablarse de un estilo Bianchi de hacer crónicas, y no solo por los perfiles sobre los que acabo de reflexionar. Además de su buena pluma literaria, tiene la escritura de Ciro una cualidad cinematográfica que no se aprecia en igual medida en sus predecesores. Es una prosa con nervio y pulso, a ratos enfebrecida, a ratos tensa como la cuerda de un instrumento musical. Cuando uno lee a Ciro siente que está escuchando el relato de un buen amigo en la esquina del barrio, pero no de un simple perorante, sino de alguien inteligente, observador y perceptivo, a quien los sucesos no pueden esconderle su esencia más recóndita. Sus crónicas tienen la dinámica viva de una sabrosa conversación, y al mismo tiempo parecen películas. Por citar solo un ejemplo, sus textos sobre duelos y muertes misteriosas, y en especial la dedicada al parlamentario Enrique Villuendas*, no tienen nada que envidiar a auténticas secuencias elaboradas para el cine, y hacen entrar al lector en el cortocircuito del suspense mejor logrado.
Tal vez la cuestión más difícil de enfrentar cuando se trata de Ciro, sea la tan cuestionada verosimilitud de sus investigaciones, o lo que es lo mismo, su muy polémica fidelidad a la Historia. Nadie, ni siquiera el individuo más insignificante, carece de detractores, y los detractores, justo es decirlo, no siempre carecen de razón. He escuchado a lectores de Ciro quejarse porque algunos datos ofrecidos por él en sus crónicas periodísticas y en sus libros “no soportan” la confrontación con la realidad; estos compulsivos de la coincidencia encuentran inexactitudes en la ubicación de un inmueble, la fecha de un suceso y otros detalles de esa índole, y por supuesto, acuden de inmediato al expediente de calificarlo de fantasioso. Pero sucede que cuando se ha reflexionado mucho sobre dos temas tan filosamente relativos como verdad y realidad, uno termina por comprender que la verosimilitud es, en cualquier caso, una categoría eternamente cuestionable. En primer lugar está la tan llevada y traída, pero ciertísima diferencia de criterios entre vencedores y vencidos a la hora de escribir la Historia. Jamás habrá concierto entre coros tan dispares y enemigos, y por tanto, nunca encontraremos unanimidad de posiciones ni en el conjunto de las valoraciones históricas ni en los detalles de los registros. En segundo lugar, está el incuestionable albur a que suelen estar sujetas las papelerías. El papel es frágil, se deshace, se quema, se moja, se borra la escritura, lo arrastran los ciclones y hasta los vientos de cuaresma. ¿Sería igual a nuestros ojos la historia del mundo si Julio César no hubiera incinerado de un modo tan irresponsable la maravillosa biblioteca de Alejandría? ¿Cómo puede el hombre estar seguro de que por cada dato que recupera o descubre, no haya otro que lo contradice o modifica, pero destruido por alguna eventualidad y para siempre perdido? En tercer lugar, cuenta la inevitable subjetividad de la mirada personal.
Quiero permitirme contar dos anécdotas que, aunque no se relacionan directamente con Ciro, y ni siquiera con Cuba, sí lo hacen con la tan llevada y traída verosimilitud, y grafican perfectamente lo que afirmo. Me refiero a dos temas tan interesantes como cercanos a nosotros en el tiempo: el Duelo de las Bellas y la inmortal novela de Gastón Leroux El fantasma de la Ópera. Y cuando hablo de cercanía en el tiempo no me refiero al lapso cronológico de una existencia humana, sino al tiempo de la Historia, que obedece a otras categorías de la dimensionalidad.
El Duelo de las Bellas, como bautizó la prensa francesa de la época a este singular episodio, ocurrió en 1897, en plena Belle Époque, y sus protagonistas fueron dos de las prostitutas más caras y codiciadas del continente: Liane de Pougy y la Bella Otero, la misma que inspiró a Martí los versos de fuego de La bailarina española. Rivales encarnizadas que ya no sabían qué hacer para anularse una a la otra, y siempre contendiendo por el título de la más hermosa y los mejores amantes, ambas acudieron en cierta ocasión al casino de Montecarlo, donde por tradición se ha reunido siempre la crème de la crème, el gratin del cosmopolitismo. Liane —o Carolina, hoy ya es imposible definirlo— llegó ataviada con todas sus joyas, regaladas por reyes y príncipes, mientras que Carolina lo hizo vestida con una sencilla túnica blanca (negra según otras versiones) y una rosa roja prendida en el pecho como único adorno, haciéndose seguir por su doncella, quien caminaba enfundada en su habitual uniforme de sirvienta pero llevando encima todas las rutilantes joyas de su ilustrísima patrona, también obsequiadas por las más poderosas testas coronadas. De aquel suceso fueron testigos muchas personas, entre las cuales se encontraban relevantes periodistas que reseñaron la sabrosa noticia en los diarios, pese a lo cual los biógrafos de las dos famosas demi-mondaines no pueden precisar qué fue lo que ocurrió en realidad aquella memorable noche de escándalo sensual. Simplemente porque cada una de aquellas rivales tenía su propio bando de admiradores, y cada bando atribuyó a su diosa la ingeniosísima agresión que dejó a la contrincante hecha una furia y sumida en el más humillante ridículo. No nos separa tanto tiempo histórico de aquel suceso, y sin embargo, tampoco nosotros, dueños de sofisticadas técnicas de investigación, hemos sido capaces de esclarecerlo.
Gastón Leroux contó en su novela —que ha ganado la batalla contra el olvido pese a sus escasos méritos literarios— la historia de un enmascarado deforme y genial que vivía oculto en los fosos de la Ópera de París, y sus trágicos amores con una corista a quien, gracias a su magisterio, convirtió en cantante lírica de gran calidad. Pese a que el escritor siempre afirmó que se había basado en hechos verídicos, y ha podido comprobarse la existencia real de la soprano sueca Christine Nilsson, cuya vida coincide enteramente con la de Christine Daaé, la heroína también sueca concebida por Leroux, y que, para más señas, vivió en París en esa misma época, fue parte de la nómina de la Ópera y también casó, como su homónima literaria, con un aristócrata, todavía se duda abiertamente de la veracidad del escritor y de su historia.
Sé que existen casos más serios y de mucha mayor relevancia histórica que estos que he citado. Pero aún puedo lanzar un reto mayor a los insistentes cuestionadores de la verosimilitud en la obra de Ciro Bianchi: ¿qué pasaría si de repente aparecieran las tres páginas perdidas del Diario de Campaña de José Martí, desaparecidas de inmediato tras su muerte en Dos Ríos, y donde el Apóstol narraba lo que ocurrió entre él, Gómez y Maceo durante aquella fatídica y secreta reunión de los tres generales en La Mejorana? No solo los suspicaces, sino muchos historiadores e investigadores piensan que Gómez las arrancó cuando el Diario le fue entregado junto con otras pertenencias del difunto, poco después de confirmarse el fallecimiento. Supongamos que alguien encuentra ahora esos documentos y al fin sale a la luz lo que Gómez y Maceo hicieron a Martí entre aquellas cuatro paredes, algo tan presuntamente desgarrador para el Apóstol que pudo lanzarlo a su trágico suicidio. ¿Qué sucedería con dos de las más gloriosas reputaciones con que cuenta la historia de Cuba? ¿Cuántas “verdades” admitidas y acreditadas por decenios de repetición y firmas ilustres se vendrían abajo, tal vez, envueltas en ominoso estallido de cristales rotos?
Desde mi punto de vista —que no tiene pretensiones de irrebatibilidad—, jamás podrá tenerse la certeza absoluta acerca de la verdad de un acontecimiento, sea cual sea su naturaleza y, en general, cualquier dato puede cambiar de color en dependencia de revalorizaciones, manipulaciones o, simplemente, criterios epocales. Lo que hace grande al cronista Ciro Bianchi no es la exactitud de la información que brinda, sino algo muchísimo más importante, muchísimo más vital: el rescate de la memoria histórica, pilar fundamental de la nacionalidad no solo de los cubanos, sino de cualquier pueblo del planeta. Somos una nación joven con apenas quinientos años de fundada, pero ya hemos vivido procesos históricos demasiado profundos y demoledores. Y al mismo tiempo somos, y nunca es bueno olvidarlo ni restarle importancia, el pueblo icónico del choteo, del “cubaneo”, sembrado sobre una tierra que hierve de calor y donde la mera subsistencia, primer valor en la jerarquía de intereses humanos, deviene empeño desgastante y casi demencial desde hace medio siglo. ¿Qué se necesita, además del alimento, el reposo, la educación, la salud y el trabajo cotidiano, para seguir siendo conscientes de quiénes somos los cubanos? La memoria histórica, y esa es la deuda inmensa que tenemos con el cronista Ciro Bianchi. Exijamos la exactitud milimétrica a los historiadores, cuyos tratados de lenguaje sapiente y, en ocasiones, de difícil asimilación, tienen lectores muy puntuales y con intereses definidos, generalmente en el mundo académico, y agradezcamos a Ciro por llegar puntualmente a nuestras casas, cada mañana de domingo, en las páginas de un Juventud Rebelde oloroso a tinta fresca o en sus libros de amenísima lectura, para obsequiarnos esos registros que nos permiten ser un pueblo diferente de otros pueblos, que nos permiten identificarnos como cubanos y conservar para nuestros hijos y nietos los sucesos que, cual cuentas diminutas, van bordando uno a uno nuestra identidad sobre el tapiz del recuerdo. En consecuencia, al titular este trabajo, he llamado a Ciro “el Grande” no porque tenga este periodista alguna semejanza con el antiguo rey del mismo nombre, sino porque con su trabajo incansable, minucioso como resulta siempre el quehacer de un investigador, nos viene ayudando a reconstruir y mantener la imagen de nosotros mismos. Si Apolo, en su divina sabiduría tuvo razón al esculpir en el frontispicio de su templo de Delfos un único, pero tan visceral consejo a los hombres: “Conócete a ti mismo”, entonces esta memoria histórica que Ciro rescata para nosotros cada día vale tanto como un reino, y tengo yo a darle, y tiene él, justísimo derecho a ostentar el título de Grande.
Un único tema me resta por comentar en este prólogo, y es la extraordinaria calidad literaria de algunas de las crónicas que aparecen en este libro dedicado a personalidades cubanas o que visitaron nuestro país, en particular la que rinde tan delicado homenaje al poeta Federico García Lorca, y que me parece la joya mayor de esta colección. Se trata de una obra maestra de este género periodístico para el que muy pocos —la cruel verdad sea dicha— han sido bendecidos por la Gracia. Hay también en este libro una tal vez casual presencia del amor galante en capítulos como La amante cubana de Greta Garbo, Pasión y muerte de Alberto Yarini, Verdad y leyenda de Catalina Lasa, Mi reino por una cubana, Que me muero, Macorina, Nosotros y el amor imposible, que confieren al volumen un singular encanto. Se hallarán en estas páginas detalles sorprendentes y sabrosísimos que harán las delicias de muchos y abrirán la insaciable espita de la curiosidad, y ya revelará su lectura que, antes de abordarlos Ciro, eran bastante desconocidos incluso para aquellos de entre nosotros que somos aficionados a la Historia y la amamos tanto como al Arte. Si acaso el sol de Ciro no fuera de consistencia enteramente real, dejemos de llorar por los defectos del astro, como aconsejó Rabindranath Tagore, y recibamos con gratitud el brillante fulgor de las estrellas que el mago de la crónica hace brillar para nosotros en el cielo perenne de esta isla infinita.
* Del libro de Ciro Yo tengo la historia.