Buenos consejos para malos críticos literarios

En varias ocasiones he encontrado en textos cubanos de crítica literaria —o que pretenden serlo— valoraciones despectivas sobre algunas novelas, relatos y poemas a los que se tilda de incomprensibles o incoherentes “por exceso de referencias culturales”. Curiosamente son muchos menos los artículos y ensayos especializados criticados por abuso de un metalenguaje con pretensiones científicas y un interminable catálogo de tecnicismos que, según afirman sus defensores, pertenecen a la Teoría Literaria, cuando en realidad la mayor parte corresponde a la Retórica griega clásica. Esta confusión no deja de ser simpática.

Entre los textos nacionales acusaados de “exceso de referencias culturales” —qué interesante: cuando se trata de Carpentier o de Lezama se le llama estilo barroco— se encuentran mi novela Malevolgia, la noveleta Onoloria, de Miguel Collazo, autor cubano ya fallecido, y Cibersade, del también escritor cubano Alberto Garrandés. Hasta donde sé, Collazo mientras vivió nunca publicó ni una frase sobre todo lo bueno y lo malo que se escribía sobre Onoloria, y después de su muerte obviamente los ataques y defensas quedaron a cargo de sus fans y detractores. En cuanto a Garrandés, nunca ha mostrado interés en responder o refutar a quienes atacan su trabajo. Pero es el caso que además de ser Malevolgia un libro mío, fui desde mi primera lectura de Onoloria una defensora apasionada de ese texto que considero una joya de la literatura cubana. Y admiro mucho la literatura de Garrandés, al menos hasta su novela Fake, pues lo que ha escrito después no lo conozco bien. Son, pues, creaciones que me motivan  a reflexionar sobre el trabajo de los críticos literarios profesionales y de otro tipo, y con modestia no tan suma ofrecer un par de consejos a quienes los necesiten e incluso a quienes no sepan que los necesitan.

En primer lugar, siempre que una persona que está escribiendo crítica literaria —sea un profesional, un aficionado o un improvisado, que hay muchísimos— afirma que cierto texto padece un  exceso de referencias culturales, lo primero que yo hago, con independencia de la nacionalidad del crítico y del criticado, es investigar si el criticado pertenece a esa minoría segregada presente en la literatura de todos los países a la cual, por falta de una definición mejor (y por influencia de Darío), se ha dado en llamar raros, porque los escritores raros ciertamente suelen posicionarse entre los detentadores de las culturas más vastas. Sospecho que esa visión panorámica en extensión y profundidad es precisamente la que los convierte en seres diferentes dentro del mundo letrado.

Mi segundo paso consiste en examinar cuidadosamente la formación cultural del crítico en cuestión. En Cuba la mayoría de los críticos literarios  suelen tener una preparación teórica sólida y hasta impresionante, pero lamentablemente —con honrosas excepciones—la vida es breve y les ha faltado tiempo para hacerse con una cultura tan sólida e impresionante como su arsenal teórico. Y además, se  puede acceder a las mejores bibliotecas del mundo, las mejores universidades, los mejores profesores, los más ilustres archivos, pero… otra cosa muy diferente es el partido que este alumno brillante y futuro crítico sea capaz de sacarle a semejante aprendizaje, porque la capacidad intelectual está dictada por factores biológicos y genéticos que sobrepasan la voluntad individual. Dicho de un modo más simple: se puede ser el mejor estudiante de una facultad, Diploma de Oro de una Universidad prestigiosa, estar literalmente cubierto de premios, ser conferencista internacional, etc. y a la hora en que el individuo se queda a solas con sus neuronas, no poder hacer mucho con las que Natura le dio. En justicia, si un intelectual de las letras no está muy dotado en su inteligencia, sensibilidad, capacidad de observación, capacidad para relacionar  y discriminar, etc., no debería llegar muy lejos, pero en la cotidianeidad suele ocurrir lo contrario. No hay que creer demasiado en la justicia poética ni esperar que ella ponga siempre las cosas en su verdadero lugar.

La mentalidad del crítico es otro factor a tomar en cuenta en los malos juicios literarios. No hay que olvidar que una de las más importantes personalidades de la cultura cubana, Enrique José Varona, fue incapaz de apreciar la creación poética de Julián del Casal y despreció el modernismo en su conjunto. Siempre he recordado a Lucy, subdirectora de la ENIA cuando fui becada allí, por esta sola pero genial observación: «La inteligencia y la mentalidad no tienen nada que ver».

Antes de continuar debo confesar que siempre me he preguntado qué habría sido de Lezama, Carpentier y Eliseo Diego (y otros integrantes del grupo Orígenes) si en vez de haber llegado a 1959 con nombres ya sólidamente establecidos en la literatura nacional y coronados de laureles, hubieran tenido que salir a la arena del circo bajo la mirada adusta y soberbia de nuestros actuales críticos literarios, tan gustosos de bajar los pulgares cuando no deben y subirlos cuando deben aún menos. Dulce María no habría sido tan mascabada en ese sentido porque, aunque era cultísima, a la hora de escribir le interesaba más explorar su mundo interior y sus recuerdos que bracear en las aguas procelosas de la cultura universal. Su Carta de amor a Tutankamón fue, me parece, una excepción en tal sentido dentro de su obra. Una bellísima excepción.  Aún así, yo podría reflexionar un poco sobre algunas de las exégesis que la crítica nacional ha hecho a su novela Jardín, pero ese es un tema bastante farragoso.  Para esgrimir un ejemplo de cómo medir el potencial intelectual de un crítico no pienso en los casos de Lezama, Señor Oscuro por excelencia, ni en Carpentier, que no es tan incomprensible como tanta gente suele creer, pero sí en Eliseo, un poeta que aun habiendo escrito gran parte de su obra dentro de la más pura tradición de la cultura castellana clásica,  solo cuenta hasta hoy entre nosotros con un estudio realmente serio, documentado, reflexivo, cultísimo, analítico e inspirado de su pobra poética, ese libro tocado por la gracia que es Eliseo Diego el juego de DiEz.  Salvo por esta proeza, el universo de las profusas referencias culturales de Eliseo Diego continúa estando fuera del alcance de nuestra crítica literaria, por muy académica que esta sea.

Ejemplos más cercanos a mí son Miguel Collazo, culpable por haber escrito Onoloria, y Garrandés, culpable por casi toda la ficción que ha escrito. ¿Por qué, pero por qué a pesar de ser Onoloria un texto de incuestionable majestuosidad y belleza en el ritmo de su prosa, en sus metáforas, sus atmósferas, su ekphrasis y hasta en sus signos de puntuación, ha sido catalogado, también por alguien con un nombre rutilante dentro de las letras cubanas, como “un buen escritor de segunda fila”? Conste que la cita es textual, y aunque estoy citando de memoria la recuerdo perfectamente por el escándalo y la indignación que provocó en mí esa frase. Y todavía sigo indignada.

Yo me sentí en la obligación perentoria de escribir un breve ensayo sobre Cibersade y una monografía de hermenéutica simbólica sobre Isabeau  —dos obras de Garrandés— porque estaba casi segura, por no decir totalmente segura de que salvo para un pequeño cenáculo culturoso, entre quienes se encontraba el único e irrepetible Rufo Caballero,  el enigma encerrado en los laberintos vertiginosos de Cibersade y la enorme, infinita belleza de Isabeau pasarían inadvertidos, ignorados o peor, vilipendiados por la ceguera de los críticos. ¡Cuánto pierden, por solo citar un ejemplo, aquellos lectores —y críticos— de Cibersade que no alcancen a comprender que su estructura conceptual está concebida como un —y pertenece al arquetipo de— Ouroboros.

No quiero ser agresiva, quiero entender a los críticos y a sus errores y pifias cuando se trata de errores y pifias demasiado evidentes como para tener una explicación plausible. Por eso, antes de continuar buscando la respuesta que tanto quiero encontrar, le daré voz a alguien que no es cubano, por lo que no compite con otros críticos dentro de los predios nacionales. Alguien a quienes los críticos cubanos respetan enormemente. Alguien que tiene un renombre internacional muy bien ganado, y a una obra suya consultada por varias generaciones de escritores, críticos y teóricos de la literatura. En el capítulo “Crítica ética: teoría de los símbolos”, de su celebérrimo libro Anatomía de la crítica, dice Northrop Frye:

Parece inevitable la conclusión de que una obra de arte literaria contiene una diversidad o secuencia de significados […] Hoy en día existe una mayor tendencia a considerar el problema del significado literario como subsidiario de los problemas de la lógica simbólica y la semántica. En lo que sigue trato de operar lo más independientemente posible de estos últimos tópicos, sobre la base de que el sitio más apropiado para comenzar a hacer indagaciones acerca de una teoría del significado literario está en la literatura.  El principio del significado múltiple o  “polisemo”, como lo llama Dante, ya no es una teoría, mucho menos una gastada superstición, sino un hecho establecido. Lo que lo ha establecido es la evolución simultánea de varias escuelas diferentes de crítica moderna, cada una de las cuales ha hecho una elección discriminativa de símbolos para su análisis. El estudioso moderno de teoría y crítica se enfrenta con un cuerpo de retóricos que hablan de textura y asalto frontal; con especialistas en historia que tratan de tradiciones y fuentes; con críticos que tratan con materiales tomados de la psicología y la antropología; con partidarios de Aristóteles, de Coleridge, de Santo Tomás, de Freud, de Jung y de Marx; con especialistas en mitos, ritos, arquetipos,  metáforas, ambigüedades y formas signi- ficativas. El estudioso debe, o bien admitir el principio del significado polisemo, o escoger uno de estos grupos y tratar luego de demostrar que todos los demás son menos legítimos. El primero es el camino del saber y conduce al progreso del conocimiento. El segundo es el camino de la pedantería y nos ofrece una amplia selección de fines, siendo los más notables la erudición fantástica o crítica del mito; la erudición contenciosa o ´crítica histórica; y la erudición “delicada” o nueva crítica.

Como este libro está fechado en 1997, Frye probablemente no tuvo tiempo de conocer estilos  y escuelas aún más nuevos de teoría y crítica literarias, en especial los que se expresan en un metalenguaje tecnicista que compite en ininteligibilidad con los metalenguajes de las más avanzadas disciplinas de la ciencia actual. En Cuba y en nuestros exilii mundi tenemos muchos representantes de ello. Suplico perdón de rodillas  por mis malos latines, que no pudieron salir indemnes de los quince minutos por clase que el profesor Chavarría dedicaba a los alumnos del Curso por Encuentros de la Facultad de Filología de la UH, pero no se trata aquí de mis malos latines, sino de la piedra filosofal que ofrece Frye tan desinteresadamente como todo buen teórico de la crítica debiera hacer: nada más y nada menos  que la multiplicidad de significados que pudiera encerrar una obra literaria y que, me atrevo a sospechar, podría ser uno de los indicadores que decidieran si se trata de un simple libro o de una auténtica obra literaria, lo cual, por supuesto, dista mucho de ser lo mismo. Frye no ha sido el único en advertir sobre la polisemia de los textos, pero es muy conocido entre los críticos cubanos, por eso lo cito y no a Dante, que parece haber sido el primero en darse cuenta, según Frye.

Nadie puede saberlo todo. De hecho, grandes críticos como Frye, Bachelard, Durand (mis preferidos) saben casi todo, pero no todo, por la sencilla razón de que el tiempo de la vida humana útil para desarrollar, cultivar y hacer florecer el intelecto es brevísimo y no alcanza para apropiarse de todo el saber y la memoria acumulados por las civilizaciones durante milenios. Pero un crítico tiene la obligación de saber de qué habla. Entonces, aunque no sea pecado no saber de alquimia,  para mí es una tremenda impropiedad que un crítico cubano desbarre sobre Onoloria sin tener nociones de alquimia. Si el blasfemo fuera un crítico praguense —¡Praga, ciudad europea de magos y alquimistas!—, entonces convendría desintegrarlo por incompetente. Se comprende que un crítico cubano de nuestro tiempo no posea nociones de alquimia, puesto que ella no forma parte del complejo cultural caribeño, y en Cuba, salvo el pinareño Wash, los escritores Lezama, Oscar Hurtado, Miguel Collazo  y  “algunos otros cabellos del la Virgen”, como reza el refrán medieval, la alquimia es algo tan inimaginable como el Tratado de Ifá para un alquimista de Praga. Cuestión de contextos. Yo condeno a los críticos nuestros no por desconocer el opus nigrum, sino por pretender que se trata de un saber innecesario para su profesión. Hay que leer las novelas de la judía praguense Daniela Hodrová para ver lo que un escritor de hoy puede hacer con la alquimia. Para quienes no conozcan de alquimia esas novelas magníficas serán incomprensibles o les ofrecerán un muy pobre nivel de lectura. Esos lectores jamás serán naturalezas trascendidas, que es lo que persiguen la alquimia y la verdadera literatura. Por supuesto, leer a Hodrová es solo una sugerencia, y para quienes lo merezcan, una muy sentida invitación que les hago.

Pero ¿qué pasa cuando un crítico que no sabe nada de alquimia quiere opinar sobre Onoloria? ¿O cuando se enfrenta como lector a una novela de Hodrová? Para decirlo en buen criollo como lo enunciaría Rufo si estuviera vivo: al crítico se le cae la trusa. La multiplicidad de significados, la polisemia de la creación, la intención o el entramado de intenciones del autor, toda la enjundia de lo que quiso decir al mundo se convierten para ese crítico en nada. Ni siquiera equivalen a la Tierra Prometida que Moisés vio de lejos pero no pudo alcanzar, porque ese crítico no sospecha que la Tierra Prometida existe, así que no la está buscando. Los juegos de la cultura, riquísimos, pletóricos de significados, de intenciones, de relaciones, derivaciones, sugerencias, nexos, opacidad neblinosa que sugiere sin evidenciar, que define sin cenizar, la cuarta dimensión donde todo sucede, como diría un escritor de ciencia ficción para enrutar el fenómeno sin demasiadas complicaciones conceptuales, todo eso queda fuera de la percepción de este crítico miope por falta de cultura que, como se le advierte a todo estudiante cuando pisa por primera vez en una Universidad, no le será dada en la Universidad; allí solo le darán el método para sistematizar el conocimiento. La Doctora Beatriz Maggi, una de las mentes más poderosas de la cultura cubana y profesora de Literatura de la UH, me dijo en más de una ocasión que al 5 de los buenos estudiantes ella prefería el 3 de un alumno que intentara comprender el mundo.

Pasemos ahora a Isabeau, el relato de Garrandés,  y expurguemos solo algunos momentos de este texto refinado y suntuoso. ¿Qué puede significar para un crítico miope el cirio malva sobre cuya superficie están grabados los versos de Bilitis, y esa cera derritiéndose lentamente al calor de la llama en la alcoba vacía de Isabeau? Esta imagen totalmente simbólica y cinematográfica deviene solo un adorno si este crítico no conoce a Pierre Loüys, el poeta francés que se inventó un heterónimo llamado Bilitis, joven poetisa griega autora de himnos eróticos y amante de Safo. O bueno, supongamos que el crítico sí lo sabe, pero no es capaz de encontrar los vasos comunicantes que le permitirían desentrañar el simbolismo de la imagen, magnífica metáfora del eros moribundo de un amor que Isabeau ya no siente por su esposo. Un cirio consumiéndose que se convierte en una señal del inminente abandono. También se ha dicho que Garrandés no manejó bien en Isabeau la caracterización de los personajes, porque no tienen pasado. El hábito de los escritores realistas de crearles a sus personajes un pasado en el que no quede ni un espacio vacío pudiera ser algo ya técnicamente trascendido por la narrativa posmoderna —¿y qué pasado tiene Bárbara en Jardín?—. Una magia extraña emana de la osadía con que los personajes  irrumpen en la historia como salidos de la nada: una única referencia del ayer remite a la luna de miel de la pareja protagónica en un fuerte del desierto donde han conocido a un joven nómada, cuyo discurso inocente y sencillo plantea el gran problema literario —el conflicto conceptual— del relato: ¿qué es más poderoso, ¿el símbolo o el signo, la imagen o la palabra, el hemisferio derecho del cerebro o el izquierdo, la mente dionisíaca o la apolínea?  ¿Podría nuestro crítico miope comprender que el planteamiento arquetípico de esta díada ontológica es resuelto dentro del mismo relato, cuando el esposo humillado contempla impotente con su mente apolínea el alborozo erótico pleno de gozo de Isabeau y su amante Zac, el hechicero, representantes de lo dionisíaco, y es esto lo que ve: “Eran como dos ángeles inmensos”?. Esta frase final del relato vale por todo un tratado sobre la vida, el arte y la muerte. Isabeau no es la mera historia de un adulterio decadente, ese sería su nivel de lectura más elemental. Isabeau es un polisemo, como también lo es Onoloria, alegoría medieval de la incognoscibilidad de Dios entendido como metáfora de la perfección inalcanzable. Entre otras cosas.

.¿Cómo puede un crítico tildar de incoherente a Malevolgia, cuya historia se desarrolla en uno de los muchos escondites donde los nazis ocultaron los tesoros que robaban de los países que invadieron y saquearon, si no conoce la historia oculta del nazismo, las creencias esotéricas que animaban a la cúpula germana, su mística, su mitología, sus vínculos con algunas corrientes religiosas de la India (que fueron también vínculos políticos), si ni siquiera conoce bien la saga del Santo Grial, que para los cubanos no resulta del todo ajena porque aquí se han publicado novelas sobre el tema y se han visto algunas películas? ¿Cómo puede el crítico hablar de incoherencia por exceso de referentes culturales si no sabe que los nazis fueron los más grandes brujos de su época, solo igualados por los ingleses, y tenían, además, una obsesión patológica por su validación com  grupo a través del arte, que robaban como urracas, lo mismo que objetos valiosos cargados de simbología y significados relacionados con el poder? Eso es historia, es antropología, es el pasado relativamente reciente del hemisferio occidental, al cual pertenecemos. ¿Acaso se puede dudar del papel que ciertos monstruos humanos jugaron en el nazismo cuando se ha visto en Cuba una muestra de la cinematografía catalana como Insensibles? ¿Acaso el crítico sabrá que el padre de Majisasura no es un ente de ficción, sino uno de los hombres más misteriosos del III Reich y muy estimado por Hitler, Otto von Rahn, a quien el Fürer realmente envió al Languedoc, antiguo país cátaro, a buscar el Santo Grial? Von Rahn no solo llevó a cabo esta tarea, sino que publicó sus memorias tituladas La corte de Lucifer, se pueden descargar de Internet.  Un crítico que escriba sobre Malevolgia sin conocer la historia oculta del nazismo nunca podrá encontrar dentro de esa novela las pistas que le ayuden a organizar el discurso metatextual. Su desconocimiento solo le permitirá ver caos donde hay todo un sistema simbólico organizado, pero para él inaccesible. Un crítico insuficientemente culto no puede ver los nexos, por lo que no ve más que partes dispersas de un todo, fichas de un rompecabezas que no puede armar. Por supuesto, la impresión que le deje la lectura será de incoherencia, se sentirá abrumado por tantas referencias culturales…, pero no es más que manquedad perceptiva por defecto.

Hace años escribí Decálogos del crítico y del jurado perfectos, y hoy vuelvo sobre el tema. ¿Qué le aconsejaría yo a un crítico o a un jurado que se encuentren en la difícil situación de tener que evaluar algo que no están capacitados para comprender? En primer lugar sugiero recurrir al muy conocido y probadamente eficaz recurso de evitar emitir juicios de valor sobre lo que no se domina o no se entiende; debe preferirse siempre pisar sobre terreno seguro escogiendo para hacer nuestra crítica una obra que no deje al desnudo nuestras flaquezas en el oficio. Es lo más sensato. Pero si estamos muy interesados en dirigir nuestro foco rojo sobre un material que nos supera, entonces no queda más remedio que investigar, investigar e investigar, como lo hizo el escritor. Llegar a saber, como el escritor sabe, que en Malevolgia no se ha escogido por gusto a Parsifal como el héroe personal de Majisasura el Jiboso; que ver al caballero con su armadura de plata acercarse en su blanco corcel a las murallas de Montsegur, castillo que guarda el Grial, no es por gusto la última imagen que Majisasura recuerda de su infancia: Majisasura ha hecho de Parsifal su ídolo personal porque Parsifal es puro y Majisasura cree en la pureza, la ansía, la necesita para salvar la parte de su alma que los hombres de la cruz (los nazis, la swástica) no han conseguido mancillar aunque hayan hecho de él un monstruo más que genético. Wagner quiso representar en su ópera Parsifal al hombre puro, el ario superior que encarnaría Nietsche en Zaratustra. Majisasur, acuya ópera predilecta es Parsifal, quiere ser redimido por la pureza de Marita, ella es su Grial y quiere merecerla. Pero no puede triunfar porque él no vive en el mundo de Marita, aunque ambos compartan el mismo espacio cruel y casi infernal: ella habita una realidad pedestre y sucia, sin pizca de grandeza, y ese encenagamiento la separa de la majestad heroica con que sueña Majisasura. Este crítico a quien hago sugerencias debería también investigar sobre las antiguas ferias de diversiones; si lo hubiera hecho antes de hablar sabría que lo que parece exceso de referentes culturales no es más que una parte de lo que se podía encontrar en una feria de atracciones de la primera mitad del siglo XX. Y véase que digo feria de atracciones y no de diversiones, pues no es lo mismo. Y si nuestro crítico creyera que un ser como Majisasura no puede existir, debería investigar sobre los Freak Circus…  Malevolgia es el mito del Minotauro en el Laberinto, es La Bella y la Bestia y muchas otras cosas… Un bosque sagrado que solo deja entrar a quien cabalgue un unicornio, como habría dicho Lezama; un mundo de símbolos que solo el dominio de la cultura permite descifrar y vertebrar. Su polisemia es tan densa que el crítico se extravió en el umbral.

Y el tan controvertido tema de las deficiencias culturales de los críticos literarios cubanos me lleva a otro territorio: el de la confusión de géneros. Los críticos tienen tendencia a valerse de sacos, gavetas o cualquier clase de compartimentos que sirvan para mantener separados grupos de cosas, lo que los lleva a etiquetar compulsivamente cada novela, cada relato, cada ensayo bajo la etiqueta de algún género. Ese mecanismo tan cómodo y con tan nobles fines docentes funciona solo si la obra etiquetada se atiene a los parámetros o características del género en cuestión, pero ¿y cuando la obra desborda el molde, cuando es indócil y se parece a una representación de la Kaosfera? Donde más compulsivos se vuelven los críticos etiquetando, marbetando y ensacando es en el género fantástico. Todo lo que no es realismo ni ciencia ficción ¿qué será, será / whatever will be, will be / the future’s not ours to see/ Que será, será? Pues fantástico, claro, ¿acaso queda otro saco…?

Y yo me pregunto cómo podrían ser fantásticos  mis relatos El druida y Caín en las entrañas de la noche o mi noveleta Serata di gala, donde todo lo que ocurre está narrado desde la perspectiva de individuos sumidos en estados alterados de conciencia y, por consiguiente, con una percepción distorsionada de cuanto les rodea. Cada uno de los tres protagonistas tiene su detonante personal para caer en ello: el druida Ainnle sus creencias y angustias religiosas, el capitán Adán B. la misteriosa muerte de su hijo y su psicosis de guerra como secuela de su estancia en Viet Nam y, y la dama Catalina el estado de exaltación provocado por la ópera Tosca actuando sobre su vacío existencial y su hambre de amor romántico. Lo que le sucede a nuestro crítico hipotético es que la convención le ha tapado la objetividad crítica. Aquí lo que cabe es hablar de realismo subjetivo. Si comparo estos textos míos con, digamos,  El color que cayó del cielo, de Lovecraft, donde todo lo narrado por el granjero que cuenta y por su amigo, el también granjero Nahum Gardner, pertenece a la perspectiva de lo real por muy fantástico que parezca (el meteorito que envenena los campos en realidad cae del cielo y envenena los campos, la familia Gardner en verdad se extingue, el suelo envenenado en realidad contamina los campos cultivados, etc…), y es, sin embargo, un cuento de horror sobrenatural, saltan a la vista las diferencias de género que, sin embargo, los críticos son incapaces de ver. Un relato fantástico es Pedro Páramo: ¿quién quebraría una lanza para sostener la subjetividad de los muertos de Comala?

Los géneros, tanto dentro de la literatura como dentro del periodismo, están pasando por obra y gracia de la posmodernidad a la categoría de antigualla histórica, si no a algo peor. No tengo nada que objetar si a los estudiantes de periodismo se les sigue exigiendo en sus exámenes que hagan una noticia, un comentario, un reportaje, un artículo de fondo, etc. Pero me parecería todavía mejor que dieran fe de su dominio de la profesión haciendo un segundo examen donde demostraran ser capaces de mezclar todos los géneros periodísticos. La posmodernidad no es un tiempo de moldes ni etiquetas, sino de mezcla, en lo que se parece bastante a la Edad  Media. Quién hubiera dicho a los teóricos del periodismo de los años 40, portadores del estandarte de la objetividad impersonal, que en nuestros días cobraría cada vez un auge mayor el periodismo en primera persona. Pero está ocurriendo, y en las librerías del mundo aparecen cada vez más novelas donde confluyen mundos reales y fantásticos en un maridaje imposible de etiquetar.

¿Qué sería entonces lo más aconsejable y seguro para nuestro crítico, y en general para todos los críticos? Abstenerse de clasificar por géneros. La crítica seria no debe mantener la definición del género  de una obra literaria como un propósito importante, sino más bien desentrañar los elementos de cada género que aparezcan mezclados en las obras literarias. Tal novela tiene tales elementos de novela negra, tales de realismo, tales de fantástico, tales de viajes, etc. Términos como novela de aprendizaje, novela de tesis, etc., parecen peligrosamente amenazados de devoración por conceptos más abarcadores como novela mundo y otros. Es mejor analizar la diversidad que empeñarse en unificar aquello que no es reducible a una fórmula prestablecida. Rectificar es de sabios, pero detenerse antes de cometer un error que luego debamos rectificar es doblemente sabio.

Cultura, objetividad y prudencia son las tres claves que, si usted quiere hacer crítica literaria, le evitarán un artículo como este. Háganme caso, mi intención es buena.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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Acerca de Gina Picart

Soy escritora, periodista especializada en La Habana de la colonia y la república, investigadora, crítica de arte, guionista de cine, radio y televisión, pero este blog se propone combatir el maltrato animal y procurar en Cuba su castigo más severo y radical
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