Memorias del Reparto La Asunción

He escuchado a unos vecinos recién instalados en mi edificio asegurar a sus invitados que el reparto La Asunción, ubicado entre la Calzada de Porvenir y la célebre Loma del Burro, fue un reparto “de ricos”. Estoy al tanto desde hace décadas de la increíble capacidad del cubano para perder la memoria histórica, confundir cosas, fabular o juzgarlo todo desde una óptica tan superficial que hiela la sangre, como le gustaba decir a mi madre, pero semejante afirmación me causó un malestar que casi no puedo explicar, supongo que porque es mentira, y las mentiras siempre me han molestado muchísimo.

Yo nací en La Asunción, en los altos de la única farmacia del reparto, conocida como “la farmacia del doctor Martín”, pues así se llamaba el farmacéutico que la heredó de su verdadero dueño, el doctor Boves, cuando este y su familia emigraron a Miami antes de 1959. Enfrente estaban los laboratorios —o una filial de los laboratorios— Charcot. En la esquina de Teresa Blanco y la Calzada de Luyanó había una modesta colchonería-mueblería que se quemó en un incendio provocado por un coctel Molotov que lanzaron desde un auto en marcha unos jóvenes luchadores clandestinos. En las Cuatro Esquinas de Luyanó —que no deben confundirse con las famosas Cuatro Esquinas de Toyo— hubo una cafetería  donde se ubicó después del 59 la pizzería del reparto y hoy es algo que carece de definición. Enfrente recuerdo una chocolatería-licorera en cuya entrada se encontraba un pequeño mostrador de madera y cristal donde un viejo señor vendía, entre toda clase de cosas, juegos de yakis, de soldaditos, de dados, yoyos y otros pequeños juguetes. En ese mismo portal, a pocos metros, otro señor igual de viejo estaba siempre con una carretilla repleta de toda clase de frutas tropicales, pero también de uvas, peras, manzanas, melocotones, avellanas, nueces; nunca he olvidado sus mameyes espectaculares, los mejores que he comido. Ahora, en ese local cercano al banco, hay algo llamado El Expreso, y lamento no poder tampoco definir qué es, porque no se entiende bien y la mayor parte del tiempo es solo un local vacío. Le siguen las ruinas del cine Norma, muy tristes.

La cafetería tenía un enorme mostrador de brillante formica que doblaba la esquina, sobre el que enloquecían a los niños del reparto unos grandes y coloridos recipientes con todo tipo de golosinas y unos caramelos que escondían “premios” en sus envolturas. Al lado estaba la ferretería “Del Gordo”, que seguro tenía otro nombre, pero todo el reparto la llamaba así porque su propietario ostentaba un vientre que siempre me hizo pensar en la ballena bíblica que se tragó a Jonás. Hoy es la shoping del reparto. Enfrente de El Expreso estaba el Tropi-Cream, donde ahora se encuentra la panadería; ahí servían deliciosos helados en copas de metal sudadas por el frío, como fue costumbre hacer en el mundo hasta que se impusieron las copas de cristal, unas increíbles tostadas de pan con mantequilla y otras muchas ricuras. No puedo recordar qué había en la cuarta acera, frente a la cafetería,  donde hoy funciona un comedor para pensionados: ¿una lavandería tal vez…?. En las tiendas comisionista y Caracol que están en la misma calzada hubo después de 1959 una tienda llamada Serenata, y es probable que antes hubiera también una tienda allí. En la esquina formada por la calle Jardín y la Calzada de Porvenir había un Piking-Chicking, y pido perdón por si esa ortografía no es correcta, pero entonces yo aún no sabía leer. El surtido era increíblemente variado, mi abuela y yo íbamos cada tarde a las seis a comprar una media noche para mi abuelito, y a veces un excelente picadillo para la cena familiar. Hacia el interior del reparto no recuerdo que hubiera más negocios particulares, solo la bodega muy bien surtida del gallego Francisco, y junto a ella la carnicería del viejo Eliseo.

Menciono esta larga lista de comercios varios porque sus propietarios vivían todos en La Asunción, en casas que hasta bien entrado el reparto son ejemplos modestos de la arquitectura urbana de los años treinta y cuarenta, separadas entre sí por estrechos pasillos laterales y sin jardines, con algunos vitrales e imitaciones ridículas de blasones heráldicos en ventanas y puertas. Ya en las últimas calles, las más cercanas al parque, había chalets de los años 50, muy lindos, con pequeños jardines, que existen todavía hoy, y casas de hasta tres plantas y gran confort, supongo que las últimas en construirse antes de la Revolución. Una de las familias más adineradas del reparto eran los Hurtado, que vivían en Teresa Blanco entre Jardín y Tres Palacios, en un inmueble de tres plantas que ellos mismos hicieron construir. Curiosamente, aunque poseían tres autos el inmueble carecía de garaje. No recuerdo de qué clase de negocios provenía su dinero, pero sí que solían dar muy buenas fiestas en su azotea, a las que iban mis padres entre otras muchas personas. Entre los habitantes del residencial había pequeños comerciantes y profesionales, gente que no formaba parte de la membrecía de los selectos clubes de la alta burguesía habanera, donde sí había ricos de verdad, multimillonarios y grandes propietarios.  En ninguno de los tres tomos del libro titulado Las empresas de Cuba ni en Los propietarios de Cuba aparece un solo apellido de un vecino de La Asunción.

El inmueble más singular del reparto sigue siendo el llamado “Castillito”, donde siempre oí decir que había vivido un Jefe de Policía, aunque parece que en realidad lo fabricó un arquitecto para que fuera su vivienda, y es un edificio de piedra oscura muy hermoso y con  amplios jardines. Probablemente sea la única casa del residencial que posea una habitación-vestidor concebida y construida con esa única función. En la esquina inmediata tuvo su casa el doctor Pedro Borrás, quien poseía una consulta particular en la Calzada, cerca del hospital Hijas de Galicia. No recuerdo ni creo haber visto jamás una piscina en mi reparto, como no fueran  esas grandes piletas inflables de colores que aún hoy se colocan en patios y jardines para diversión veraniega de los niños.

No hubo nunca “ricos” en La Asunción, al menos en el sentido que suele dársele a esa palabra en todas partes, solo personas dueñas de pequeños negocios, acomodadas, con autos y que podían pagar colegios particulares para sus hijos, yo creo que en muchos casos con cierto sacrificio, pues la colegiatura de Baldor, por ejemplo, no creo fuera barata ni mucho menos. Pero mis padres, simples contables en empresas inglesas y norteamericanas, tenían en proyecto pagármela a mí, y suponer que éramos ricos es algo que me haría reír. Nunca pasamos de vivir en un buen apartamento y disfrutar en familia los domingos en una finquita que tenían mis tíos en El Cotorro y en una casa en la playa que poseía mi padrino en Varadero. En los años 20 tuvimos negocios, pero cuando yo nací ya éramos una familia venida a menos. Mis padres pagaban a una señora que hacía los quehaceres domésticos y otra que cargaba conmigo. A veces eran la misma persona, a veces no. Mi padre nunca tuvo auto. Tal vez hubiera podido, no lo sé, pues cuando comencé en mi primer trabajo, en la Empresa Eléctrica, conocí ingenieros a punto ya de jubilación que aún mantenían un salario histórico de 700 pesos, y con eso habían comprado antes de 1959 casas y apartamentos en El Vedado, y todos los fines de semana iban a Miami de compras y a pasear con sus familias y tenían, por supuesto, autos. Los domingos por la mañana mi padre se iba con otros vecinos a jugar pelota en el Ferroviario —tenían equipos rivales, uniformes y hasta spikes—, y por la tarde se reunía con su grupo del dominó en el portal del concejal Fonseca, frente por frente a nuestro edificio. La casa del concejal Fonseca no tenía más lujos que televisores, refrigeradores, alfombras y equipos de aire acondicionado. La de los Hurtado tenía más o menos lo mismo, y muchos libros, pues Tony, su hijo menor, era arquitecto y gran aficionado a la lectura. Eran casas con confort, pero nada más. El doctor Martín era un caso raro, pues siendo dueño de una farmacia y un farmacéutico capaz de preparar fórmulas para curar dolencias, vivía modestísimamente en un cuartito pequeño al fondo del edificio, con solo una cama, una mesa, una silla, un refrigerador, un teléfono que prestaba generoso a todo el mundo y un estantico con libros de química. Nunca lo vi con otra ropa que no fuera un pantalón negro raído, una camisa blanca y su bata del mismo color. Era el hombre más fino y gentil que recuerdo, traslúcido como un espectro, con manos largas y aristocráticas.

Pero en La Asunción también vivían personas de muy pocos recursos económicos. Recuerdo a mi amigo Jesusito, su mamá y sus hermanos, quienes habitaban en pobreza extrema una casita tan minúscula que parecía una madriguera. A Isabelita y sus hermanos (Chaca, todavía me debes un bofetón misterioso), niños casi mendigos, quienes vivían con  sus padres en un apartamento pequeñísimo y prácticamente sin muebles. A Lily y el Chino, matrimonio que se mudó con su única hija síndrome de Down al apartamento encima del nuestro. A las tres hermanas  Fela, Teresa y María, ancianas propietarias de una casa en mi cuadra donde aún viven sus descendientes. Fela enseñaba el Catecismo a los niños del reparto y María era maestra normalista. Junto a ellas estaba la casa de una familia española cuyo hijo, don Pepe, estaba relacionado con la lotería o la bolita. Esa casa, que visité muchas veces para jugar con los niños de allí, me fascinaba porque había un despacho refrigerado con muebles de caoba y un enorme escritorio. El dormitorio principal tenía una cama imperial con doseles, y en la cocina había un barómetro con un letrero que rezaba “El Baturro”, y me encantaba vigilarlo para saber cuándo iba a llover. Entre esa casa y mi edificio estaba la casa de las hijas del General polaco Carlos Roloff, combatiente internacionalista que peleó en nuestras Guerras de Independencia, Anita y Guillermina, muy pálidas y de cabelleras negrísimas, siempre vestidas con largas batas  de tira bordada y entrelazados, en el más puro estilo colonial; una de ellas era inválida;  la otra poseía una colección de muñecas de porcelana con las que me dejaba jugar, dos damas de otra época. Una anciana española, llamada Oliva, atendía a la inválida y hacía los quehaceres de la casa. En un cuarto que tenían al final de su vivienda vivía una familia que les pagaba alquiler. En Tres Palacios vivía un republicano aragonés de la Guerra Civil Española llamado Matías, que mantenía a su familia haciendo trabajos de plomería en todas las casas del reparto. Mis propios abuelos paternos tenían como única entrada económica una pensión de 120 pesos que recibía mi abuelo, jubilado del periodismo. Y aún pudiera citar muchos otros ejemplos.

Y si hubo algunas, muy escasas familias que no se relacionaban fácilmente con quienes no estaban a su altura, puedo decir sin temor a equivocarme que esa no era la conducta predominante en mi reparto. Nunca lo fue, al contrario que ahora, donde los recientes y orgullosos propietarios se cuidan mucho de interactuar con las familias de más bajo estatus económico, y solo se relacionan con quienes tienen autos y otros bienes materiales que puedan ser exhibidos en público o, en su defecto, ostenten cargos de relevancia social. Estatus por sobre todas las cosas. Donde mejor se veía la ausencia de barreras sociales en La Asunción de antaño era antes de comer, cuando los niños se reunían para jugar en sus cuadras, sin distinción alguna, todos juntos  y compartiendo los juguetes y los disfraces.

No hubo, ¡NUNCA! hubo ricos en La Asunción, y el hecho de que quienes están comprando casas y apartamentos en mi reparto fantaseen con un pasado de fortunas que nunca existió me lleva a preguntarme por qué lo hacen.  ¿Necesitan, quizá de un modo subconsciente, inventarse un linaje indirecto donde los valores de mostración den lustre a esta “riqueza” de nuevo tipo que está invadiendo hoy un residencial donde siempre convivieron todas las clases sociales en el mayor respeto, al punto de que se puede hablar de un estilo de vida La Asunción? Qué pena que en nuestras calles “de ricos”, donde jamás se dejó oír una voz más alta que otra y las familias escuchaban música en sus radios y tocadiscos sin que los vecinos de al lado se enteraran, berree ahora el estruendoso reguetón con sus frases obscenas y sus conceptos sexistas y estúpidos. Qué pena que en nuestro parque, donde siempre jugaron seguros y tranquilos los niños y mascotas del reparto, haya ahora una wi-fi que repleta el lugar de desconocidos de mala catadura, que nos han costado la mitad de los árboles y los arbustos de picuala y mar pacífico, y nuestros niños y nuestros perros sean lo menos visto allí. Qué pena que estos advenedizos que están colonizando La Asunción hayan cortado todas las flores de Pascua de sus jardincitos para inventarse garajes donde guardar sus motos relucientes y sus autos con chapas estatales. Qué pena que en los atardeceres y en las noches ya nadie toca un piano en La Asunción. Qué pena que en el invierno ya no se puede aspirar aquel aroma a polvo frío de estrellas porque los basureros y los cadáveres mutilados de animales podridos lo han desterrado del viento. Qué pena que nuestras calles están llenas ahora de gente fea y con modales pésimos que enseñan sus billetes sin pudor o comercian con desfachatez en portales y esquinas. Qué pena que en un reparto donde la gente iba a la iglesia, ponía Nacimientos y hermosos árboles de Navidad  y el 31 de diciembre se abrazaba y se felicitaba, hoy algunos vecinos que se creen imbuidos de poderes mágicos utilicen la religión para intentar intimidar a otros vecinos.

¿Y por qué a estos vecinos nuevos les resulta tan atractiva la idea de ser ahora propietarios en un reparto que fue “de ricos”? ¿Habrá sido reabierta la carrera de Sociología en nuestras Universidades? Porque de ser así, este fenómeno que estoy viendo en La Asunción donde nací merece un estudio profundo, pues detrás de esta vulgar fabulación se esconde algo peor que una simple vanidad. Estamos asistiendo, creo, a la temible consolidación de una clase social deforme y degradada, obtusa, codiciosa y sin valores morales ni normas de convivencia social, una clase caricaturesca, sí, pero de la que no debemos reírnos, porque reírse de ellos sería una actitud cívicamente irresponsable. Pienso que deberíamos llorar. No se me ocurre qué otra cosa pudiéramos hacer más allá de padecer su presencia, porque han llegado para quedarse.

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Acerca de Gina Picart

Soy escritora, periodista especializada en La Habana de la colonia y la república, investigadora, crítica de arte, guionista de cine, radio y televisión, pero este blog se propone combatir el maltrato animal y procurar en Cuba su castigo más severo y radical
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6 respuestas a Memorias del Reparto La Asunción

  1. Cynthia dijo:

    Me encantó el escrito me imaginé el barrio completamente y sí es triste muy triste lo de la sociedad actual.

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  2. IVAN S DIAZ dijo:

    Maravilloso tu escrito!!!!!!

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  3. Jennifer Ancizar Martínez dijo:

    Yo vivo en la Asunción desde mis 3 años. Primero viví justo al lado de la farmacia (por Teresa Blanco) y desde hace 18 años resido en la calle Asunción. Siempre quise saber un poco sobre esas estampas del barrio, gracias por compartir esos recuerdos.

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  4. Walter Saint-Blancard dijo:

    Me quedé esperando que hicieras algún comentario del colegio Eddy.

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    • Gina Picart dijo:

      Yo no lo conocí así, cuando tuve que ver con él ya era la Escuela Primaria Julio Hidalgo, y mi niña comenzaba allí su prescolar. Sí le oí decir a mi mamá que me había comprado ya los uniformes para enviarme al colegio Edison, no al Eddy. Pero eso fue en 1959 o 60, no recuerdo bien. Vi en el escaparate una chaqueta azul con un logo. Es lo único que me viene a la memoria ahora mismo, y un libro enorme y precioso que tenía capítulos de todas las materias fundamentales, repleto de láminas.Lamento no poder…, le debo ese recuerdo a usted.

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