El artículo que reproduzco a continuación lo encontré en el número 3 de Julio-Septiembre de 2013 de la ya desaparecida revista cubana Revolución y cultura, donde en un tiempo pasado -que ahora me parece tan lejano- escribiera muchos de sus mejores artículos Rufo Caballero, uno de los críticos de arte de mayor talla que ha tenido Latinoamérica. Yo no había leído nada de Rafael Solís, y si se compara su estilo con los escritos brillantes y de gran solidez teórica de Rufo, se le puede tachar de impresionista -aunque hoy ya no se emplee el término en nuestra crítica de arte, tan básica, existe en ella un estilo impresionista , como también existe un estilo expresionista y otros más, términos tomados en préstamo de las ates plásticas, en especial la pintura. Pero me ha sorprendido la lucidez de juicio de Rafael Solís y, sobre todo, su sensibilidad para apreciar los valores intrínsecos de un obra de arte, y me ha parecido que debería ser conocido por las nuevas generaciones no solo de quienes intentan hacer crítica de arte, incluyendo en ella la crítica literaria, pues nunca he entendido -ni acepto- que la literatura no sea un arte, y un arte mayor. Solís, con su estilo «viejo» si se quiere, es un ejemplo para los nuevos críticos rellenos de teoría, pero que, muy al contrario de Solís y de Rufo, no son capaces de ver más allá de sus propios trabalenguas técnicos que al final no dicen nada ni aprecian nada. En especial, valoro mucho la convicción de Solís sobre el peligrosísimo error en que incurren tantos artistas (y críticos loadores) en los comienzos de sus carreras: confundir los principios con los finales por la prisa de montarse en el carro triunfal del falso éxito y del mercado. La juventud de un artista y lo muy temprano que comience a hacer sus primeros trabajos no son, y nunca serán, un valor que por sí mismo indique algo, a menos que se trate de nuevos Da Vinci modelando a los cinco años un perfecto león de un pan con mantequilla, o de nuevos Rimbaud y nuevos Radiguet, los grandes genios precoces de la literatura francesa que siempre se ponen de ejemplo cuando se habla de precocidad en el arte. Tampoco la importancia y la grandeza de un artista o un escritor se pueden medir por la cantidad de cuadros pintados o libros publicados, porque el arte está repleto de nombres que han ganado merecidamente la inmortalidad con un solo cuadro o un solo libro, mientras la Historia del Arte apenas recuerda, si es que caso recuerda, a tantos que a los treinta años ya exhiben un curriculum del mismo número de obras.Un artista verdadero es el fruto de un proceso de sedimentación siempre sincero, y la sinceridad es otra virtud que destaca Solís en el texto que les presento. Si se equivocó o no al juzgar la pintura de Gonzáles Puig no es el tema que me interesa destacar aquí, sino los conceptos de Solís sobre las capacidades y funciones de un crítico de arte.
Rafael Solís nació en Asturias (1881) y falleció en La Habana (1968). Fue, aunque luego haya sido en parte olvidado, uno de los más influyentes periodistas cubanos de la primera mitad del siglo XX, especialmente en temas relacionados con la cultura.Incursionó, además, en el teatro, la novela y la
(Tomado del mismo número de Revolución y Cultura)
poesía.
Ernesto González Puig. Pintor cubano que dedicó su obra fundamentalmente a la naturaleza, específicamente a la Isla de Cuba. Fue también profesor de las Facultades de Psicología de la Universidad de Las Villas y de la Universidad de La Habana. Nace en el año 1913 en Cabañas, localidad que pertenecía en esa etapa a la provincia Pinar del Río y que actualmente corresponde al municipio Mariel, en provincia Artemisa. Muere en el año 1988. De formación autodidacta, este prolífico artista realiza su primera exposición personal en 1934, en el conocido Lyceum de La Habana. Realizó en 1938 pintura Mural en la Escuela Normal de Santa Clara. En 1940 es incluido en la muestra “300 años de Pintura en Cuba”; expone de manera personal en 1956 y 1961. Participa en el mural colectivo pintado en el Pabellón Cuba con motivo del Salón de Mayo en La Habana, 1967, entre otras importantes acciones. En 1987 el Museo Nacional de Bellas Artes presentó un conjunto antológico de sus obras. En los años 30, los trabajos sobre papel enseñan obvia inclinación a lo metafísico; lo atraen después los animales, los diversos factores de la mezclada identidad cultural de su pueblo, y hace piezas que tienen mucho del grueso empaste de la pintura matérica. En 1962 surge el tema plástico esencial en su pintura: la Isla. Así consigue una síntesis de aquello que lo impresiona: tierras, ríos, todo tipo de flor, animales, aves, el fuego, los astros. el mar, el hombre, los duendes. En él la Isla es resumen de la riqueza del mundo de la fantasía, que consigue, a través del artista, forma plástica llena de contenido y poesía.
(Tomado de EcuRed)
La divina andadura
por Rafael Suárez Solís
Lo primero que se advierte en la pintura de Ernesto González Puig –ahora en el Palacio de Bellas Artes, acogida responsablemente por el Instituto Nacional de Cultura– es el tiempo
empleado por el pintor en cada cuadro. Se le ve horas y horasentretenido en pensar cada línea, cada matiz, cada forma, en espera de lo que pueda resultar. Desconfíese de los artistas con una solución
preconcebida. Les pasa lo que a muchos escritores, con más fe en la anécdota que en la palabra, cuando en lo contrario está la gracia delos vocablos onomatopéyicos –el sonido de lo que significan–, como
ferrocarril, redoble, trueno… La danza hace decir a Paul Valery: «¡Mira,mira! Empieza, ¿lo ves?, por una andadura divina; nada más que unos pasos circulares… Da principio con lo sumo de su arte, y con
naturalidad avanza por la altura a que se encumbró». En la pintura y las demás artes son muchos los que empiezan por el final, sin vérseles el principio, que es donde puede y debe estar todo, para que la
andadura sea divina. Por no hacerse así salen esos retratos sin nada del modelo, como no sea la máscara en que se funde el rostro para el acomodamiento en la impersonalidad, sin alma, sin psicología propia.
O esas sonatas, donde el final, que debiera ser lo imprevisto, se pone de entrada para la prisa de un aplauso que ir luego a cotizar en la ilegítima moneda que los especuladores del arte llaman curso legal.
Lo legítimo, sin embargo, se reconoce en el pintor que pinta para sí durante un tiempo ilimitado. Y si después los demás entraron en el secreto puro, ingenuo y desinteresado del pintor, será porque quedó
cumplido el destino de la obra.



De ese tiempo, cuyo infinito está amasado de paciencia, viene la abstracción que en toda obra artística termina en lo reconocible, en vez de ese conocimiento de antemano que hace de lo que debiera ser ficción una vulgaridad: la mentira verdadera a cambio de la verdad recóndita: la única, la que no muere, como todo lo que manosea el vulgo. Cuando se sigue –como Valery frente a la danza– el camino dado en la pintura por la primera pincelada, o el primer matiz, o el primer movimiento instintivo, se ve lo real que fue desde el principio el misterio que hay en la pintura de Ernesto González Puig; un pintor que no se propone hacer nada, y al que de pronto se le convierte el mundo de líneas y colores –no más exacto que un bosque soñado– en una catedral, un caballo que piensa humanamente, o tal vez una mujer nonata y hasta imposible de nacer, como esas que sin haber nacido son las que mejor ayudan a vivir fuera de la realidad: la vida que se desea haber vivido. Y nada más. Porque con esto no voy a convencer a nadie de que González Puig sea un pintor, y que sólo lo es para los que saben lo que es el arte, y a los que pocos tienen en esa sabiduría. Los que necesitan una casa para vivir, una mujer para que les cocine –en el doble sentido del vocablo–, un automóvil en el que ir a ninguna parte, una radio que le eche a perder la música, una catedral que saludar al paso sin metérsele en rezos, no vayan a ver los cuadros de Ernesto González Puig. Los otros, sí. Esos que se agarran al asa del arte como a un clavo ardiendo. En este mundo donde hasta los náufragos creen vivir a salvo.