PARA CHELY LIMA AGITO EL PAÑUELO EXACTO DE LA DESPEDIDA

La muerte siempre es motivo para escribir sobre alguien que ha sido muy importante en nuestras vidas. Pero la muerte de Chely Lima me resulta un suceso muy difícil de gestionar y me ha llevado tiempo reponerme, porque Chely y Alberto nunca fueron para mí dos simples personas. Esa escala era menor tratándose de ellos. Desde el primer día que los conocí y hasta siempre fueron, son y seguirán siendo gigantes, hasta que yo también me extinga.

He contado en alguna ocasión que los conocí gracias a Erik, un amiguito de mi hermana. Ellos se habían mudado a la calle Tres Palacios en el reparto La Asunción, al edificio de aquel muchachito. Llevaban una vida sencilla, no alternaban con casi nadie, aunque eran amables y muy educados con quien los abordara. Recibían sus visitas y nada más se sabía de ellos, salvo que Alberto, con sus jeans y sus camisetas, iba disciplinadamente cada día a buscar el pan de la libreta al mercado del reparto y hacía los mandados.

Erik me llevó la primera vez y me presentó como a una escritora, algo divertido si se quiere, porque hasta ese momento lo que yo había escrito no eran más que farfulleos tímidos. Tenía algunos cuentecitos de ciencia ficción, había ido al taller Oscar Hurtado varias veces y compraba todo lo que se publicaba del género en aquel tiempo, que fue su época dorada en Cuba. Ya había leído a Oscar Hurtado en las galeradas de su libro Los papeles de Valencia el Mudo, que fueron hechas en la imprenta donde yo trabajaba como correctora y, por suerte o por destino, me habían tocado a mí, y la Onoloria y El viaje, de Miguel Collazo, y Los mundos que amo, de Daína Chaviano. Y por supuesto, Bradbury. Mi entonces muy pequeña hija y yo, desde la ventana de nuestro cuarto, cazábamos cada noche la posible presencia de un OVNI sobre la Loma del Burro.Vivíamos el furor de la naciente escuela de ciencia ficción cubana.

Hurtado y Collazo, los fundadores de la escuela cubana de ciencia ficción, ya habían muerto. Daína, Alberto, Chely y Antonio Orlando fueron los continuadores. Fueron, también, los creadores de la aventura Shiralad, sobre una novela inédita de Chely que nunca se publicó. En aquella época llegaron a mi vida.

Erik me insistió para que llevara conmigo en aquella primera visita algunos cuentecitos con los que yo quería armar un libro.El apartamento era muy pequeño y casi sin muebles, pero tan preciosamente decorado que me deslumbró. Había mucha artesanía, objetos antiguos muy curiosos (Chely llegó a encontrarse un viejo costurero en la basura de alguien, lo recogió y lo restauró hasta que  lo transformó en una reliquia hermosa). También había dibujos e ilustraciones colgados en las paredes, en un estilo muy raro que no me era familiar (yo había pasado cuatro años en San Alejandro y visto casi todos los libros en la biblioteca de la escuela). También había un raro olor, muy rico, un sahumerio. Era un incienso de sándalo. En la salita, justo en medio, tenían dos pequeñas mesas pegadas, cada una con su máquina de escribir, de espaldas una a la otra, de manera que cuando se sentaban a trabajar, ellos podían levantar la vista de sus teclas y mirarse, consultarse algo, sonreírse… en la única habitación, la cama era un colchón muy amplio colocado a ras de suelo. Unos pocos asientos, ni armarios, cómodas o escaparates. Y, creo recordar, un gato.

Mi estancia fue brevísima, Alberto me atendió, porque Chely estaba haciendo algo. Alberto me indicó que le dejara mis escritos, se los leería y me daría su opinión. Eran exquisitos en su trato, pero distantes y reservados, y me fui convencida de que jamás los volvería a ver. Pero me equivoqué. Poco después Erik vino a decirme que los escritores querían verme. Corrí, ¿volé? No sé. Llegué toda sofocada. Alberto tenía mi file sobre su mesa de trabajo y me lo devolvió: “Aquí hay un libro. Ármalo bien. Va a haber un concurso de ciencia ficción y los jurados van a ser dos amigos nuestros, Daína y Antonio Orlando Rodríguez. Manda el libro”. También me dio su opinión sobre cómo debía colocar los cuentos, cómo debían ser en todo libro el primer cuento, el del medio y el último. Esa fue la primera lección que recibí de él, y aquel libro, La poza del ángel, obtuvo el premio David de ciencia ficción de 1990.

A partir de entonces los visité con frecuencia. Cada visita era más larga y menos fría. Alberto y yo conversábamos mucho de cosas tantas que hacer una lista de ellas hoy sería ya difícil, pero la magia era uno de nuestros temas más gustados. Chely se sumaba cuando no estaba haciendo algo en la casa, cocinando, arreglando o reparando alguno de sus hallazgos increíbles. Los dos eran brujos consumados. Alberto había creado un oráculo, un tablero de adivinación cuya estructura dependía del Zodíaco, pero todos los espacios se llenaban con citas extraídas al azar de los libros inaugurales de todas las civilizaciones, y las piezas para trabajar en él eran ruedecillas dentadas de relojería. Alberto lo había nombrado Casandra, y muy pronto descubrí que sus vaticinios no conocían el error, pero había que poseer cierta sabiduría y poder de interpretación, dones que Alberto tenía sobrados. Casandra me daba un gran miedo, pero aun así le pregunté si yo también podía tener uno. Alberto me dijo que dependía de Casandra si quería parir para mí. Obtuve mi propio tablero, pero lo perdí años más tarde, porque revelé el secreto a unas personas que no eran dignas de tenerlo. Casandra se les desintegró en las manos.

Desde mis primeras visitas Alberto me reveló la naturaleza de la relación que los unía. Se amaban, pero habían decidido que fuera abierta en todo sentido. Si le sorprendió mi ausencia de reacción nunca lo supe. Creo que nunca coincidí con nadie en aquella casa, pero tampoco me habría ni sorprendido ni importado. Ellos llamaban a los sábados su noche de cine, veían muchas películas para analizar y aprender dramaturgia. Pero yo sabía que debía retirarme siempre a las seis de la tarde, porque no pasarían la noche solos. A veces los encontraba trabajando al mismo tiempo, tecleando como locos. Un día, aprovechando que se habían levantado a hacer café en la cocina, me asomé a la página que Alberto estaba escribiendo y vi una estructura extraña: dos columnas, diálogos, y la palabra PAUSA en altas y entre paréntesis se repetía a menudo. El lenguaje era hermoso, poético y antiguo, quedé en suspenso mientras leía. Literalmente me fui del aire, hasta que  la mano de Alberto se posó sobre la hoja y yo me sentí como quien ha cometido una penosa indiscreción: acababa de atisbar en un capítulo de Shiralad. De alguna manera ellos se dieron cuenta de que no se trataba de un curioseo morboso, porque comenzaron a darme lecciones sobre el guión de televisión.

Nunca conocí en persona a Antonio Orlando y Sergio Andricaín. A Daína ya la conocía del Oscar Hurtado y la había visitado en su casa. Los tres eran como seres de otro mundo, cada uno con su particular belleza, que era mucha en los tres, y aquel aire como ensimismado, lejano, cual si estuvieran llevando una doble vida: una aquí en la Tierra, y otra en los mundos que amaban.

Cuando se mudaron creí que los había perdido para siempre, pero pronto los visitaba de nuevo en aquella rara casita de Lawton, creo recordar que se encontraba en la ancha calzada de Dolores. Había un largo pasillo lateral, y al final una especie de jardincito al que se bajaba por un par de peldaños de cemento. En un costado de aquel mínimo bosque de plantas magníficas y flores otros dos peldaños conducían a una puerta. Era el nuevo apartamento, algo más amplio. El costurero invicto se encontraba en la sala, a un costado de la puerta, y todo era tan perfecto o más que en la casita de antes. Pasé con ellos largas veladas. Nunca olvidaré una escena en particular: era el atardecer y yo ya me iba. Ellos salieron a despedirme. Me detuve para hablar algo aún, Alberto se sentó en los peldaños y Chely, de pie a su espalda, le puso sus manos sobre los hombros. Sonreían bañados dulcemente por aquella luz naranja que caía sobre las plantas, y de repente se me antojaron un cuadro. “Yo quisiera algún día tener un amor como el de ustedes”, les dije, probablemente entre dos suspiros. Se sonrieron más, como quien sonríe a un niño pequeño que mira a sus mayores intentando comprender, y Chely me contestó: “No creas que ha sido fácil. Nos ha costado mucho llegar hasta aquí”.

Nunca tuve un amor como el de ellos, porque lo que tuvieron, lo que sentían uno por el otro era un sentimiento perfecto y total. Para ellos no existían los géneros ni los roles, sino dos cuerpos que envolvían  una única alma, porque cuando pienso en ellos nunca lo hago como dos personas separadas, sino como una frase que alguien usó alguna vez para definir a los germanos: “Un animal bicéfalo, con una cabeza piensa y con la otra ejecuta”. No eran dos, sino aquel hombre ideal descrito por Platón en su diálogo El Banquete, donde el filósofo:

mostraba las enseñanzas de Aristófanes, quien explicaba cómo al principio la raza humana era casi perfecta: «Todos los hombres tenían formas redondas, la espalda y los costados colocados en círculo, cuatro brazos, cuatro piernas, dos fisonomías unidas a un cuello circular y perfectamente semejantes, una sola cabeza, que reunía estos dos semblantes opuestos entre sí, dos orejas, dos órganos de la generación, y todo lo demás en esta misma proporción». Estos seres podían ser de tres clases: uno, compuesto de hombre y hombre; otro, de mujer y mujer; y un tercero, de hombre y mujer, llamado ‘andrógino’. Cuenta Aristófanes que «los cuerpos eran robustos y vigorosos y de corazón animoso, y por esto concibieron la atrevida idea de escalar el cielo y combatir con los dioses«.

Según lo que me contaron de su pasado, sí que les había costado mucho a los dos ser ellos mismos y luego, cuando se conocieron en la Isla de la Juventud, defender aquella relación de completud, que pocos entendían salvo algunos poetas, sus amigos, pero todos los aceptaban porque eran un dúo magnético que deslumbraba por su belleza, su inteligencia, su sensibilidad. Pero cuando se salían de su círculo para interactuar en círculos ajenos, tenían que camuflarse y eso les causaba sufrimiento. Solo ahora, al leer las últimas entrevistas que Chely concedió, he logrado comprenderla totalmente cuando afirma que supo muy temprano en su vida que “nunca tendría paz”.

Perdí contacto con ellos cuando se fueron de Cuba. Nunca nos despedimos porque los tres decidimos no hacerlo. Años después supe de la muerte de Alberto, una de las que más me ha conmocionado entre las muertes de todos mis amigos, de los que ya no me queda ninguno en este mundo. Volvimos a reunirnos en la distancia y ella me envió dos de sus obras teatrales. Las puertas del cielo me impresionó tanto que me sembró ese fermento que es como un algo que roe por dentro al escritor y devora su paz, instilándole una agónica, impostergable necesidad de escribir. Esa obra de Chely fue el fermento del que nació mi novela La casa del alibi, y el pilar compositivo y conceptual sobre el que se sostienen mis cuatrocientas páginas. Se lo conté, y le pedí permiso para usar la obra en su totalidad. Fue tan generosa que no solo me lo concedió, sino que accedió a escribir varias partes de la novela, las mejores, superiores a todo lo que escribí yo, porque Chely, ilustradora, pintora, fotógrafa, escenógrafa y una de las más grandes poetas que ha dado Cuba después del 59, como también fue Alberto el mejor de su generación,  maneja la ecfrasis mucho mejor que yo. Su descripción del Berkeley Viejo en California está impregnada de una visualidad tan magnífica y una poesía tan profunda, que una amiga mía residente en Miami desde su infancia, luego de leer la novela tomó su furgoneta y manejó miles de kilómetros en busca de aquel lugar encantado para mudarse a él. Hasta algunas de las fotos que Chely estaba creando en aquel tiempo, y me enviaba puntualmente, estuvieron a punto de convertirse en la imagen de cubierta de la novela. Por alguna razón que nunca llegó a revelarme, rechazó mi solicitud de anunciar la novela como una coescritura nuestra. Nunca me dijo por las claras, pero me había contado que ella seguía en contacto con Alberto y compartía con él todo en su vida, y él la aconsejaba y continuaba guiándola.  Solo me dijo que alguien que sabía lo que nosotras no podíamos saber le había indicado que no aceptara figurar como coautora. Sé que algunas cosas que he escrito aquí bastarán para que algunos sonrían triunfales y nos señalen con el dedo, a ellos y a mí, aullando: “¿Lo ven? ¡Siempre dijimos que estaban locos!”. No sé si a ellos los lastimó alguna vez aquel cartel. A mí nunca me ha importado.

Cuando supe que Chely se había convertido en trans, no signficó nada para mí. Lamento no poder referirme siempre a ella en masculino, pero mis recuerdos no me ayudan, porque a mi memoria se le impone siempre su figurita como de filigrana, su bellísimo rostro con rasgos ligeramente asiáticos, su oscura cabellera ondulada y rebelde, sus ojos infinitos, la extrema tersura de aquella piel delicadísima de un tono amarfilado y pálido, su expresión de niña cuando sonreía, que no lo hacía mucho, su languidez, tras la que guardaba uno de los espíritus más recios que he conocido. Pero sobre todo recuerdo sus manos, que eran como de hada, con aquel don extraordinario que tenían para convertir cualquier desecho en un objeto bello y codiciable. Alberto era un ejemplar hermoso de masculinidad, y también era recio, aunque tuviera una mirada muy suave a veces, que podía transformarse de repente en la de un lobo que acecha su presa. Moreno, barbado y musculoso aunque delgado, era muy atractivo, con ese toque sutil, como de pantera, propio de los andróginos perfectos. Juntos o separados transpiraban una sensualidad agresiva y delicada a un tiempo.

He leído el epitafio de Daína, pero aunque sé que la muerte de Alberto se llevó consigo una gran parte del alma de Chely y la hundió para siempre en alguna especie de sobrevida, no creo que haya matado “la mujer que había en ella”. Volviendo a la imagen del hombre ideal platónico, creo que perderlo le rompió la esfera perfecta en que había alentado hasta aquella tarde, en Quito, cuando encontró su cuerpo sin vida en medio de la calle. Mientras lo acunaba entre sus brazos no se moría en ella la mujer que nunca hubo, sino se mutilaba de un repentino tajo el andrógino mágico. Aquella muerte prematura y absurda fue, como rezaba uno de los vaticinios de Casandra: “El pañuelo exacto de la despedida”. Quien haya tenido la terrible desgracia de reunir los fragmentos dispersos del alma para continuar la andadura penosa de la sobrevida, sabe de lo que hablo. Pienso, además, que su decisión  de mostrarse ante el mundo como el hombre interior que siempre fue, debe verse, o al menos yo la veo como un último tributo, la fidelidad final a lo que habían sido los dos en guerra contra el mundo. Descubrieron y vivieron una forma de amor más allá del amor. Mataron al dragón y hallaron el tesoro del poliedro de amatista, donde un dios cabalga sobre un ciervo con cornamenta de oro, lanza en ristre, defendiendo las torres de su castillo.

Tampoco puedo culpar a quienes no comprendieron este gesto final ante la sociedad, entre suicida y heroico. A Chely le dolió —y creo que mucho— el rechazo de algunas personas a quienes la unían lazos muy fuertes y antiguos, de esos entrañables que, cuando se rompen, hacen sangrar. Tuvo que saborear una vez más la soledad. Pero creo, también, que Chely siempre supo que el entendimiento meramente humano no alcanza más allá del horizonte, mientras que para ella el horizonte nunca fue límite, sino puerta de acceso a una dimensión que ella y Alberto decidieron tomar por asalto desde que se encontraron. Por eso publico aquí un capítulo de La casa del alibi que ella escribió, para que se entienda de una vez el interior de aquel amor inexplicable para tantos, icónico para pocos, pero resplandeciente siempre como un arcángel guerrero al que nada pudo quebrar las alas.

La confesión de Ely Sima

Una casa que me ciñera, eso quería. Una casa protectora, terrestre,
bien afincada al suelo de California, en el barrio antiguo de
Berkeley, a pesar del peligro de los incendios, porque todos los
veranos es lo mismo: brizna seca contra brizna seca, el sol arriba,
chispeante, el viento cálido que frota las briznas, y ya está; el
fuego nace, crece y se expande, incontenible. Los animales huyen,
despavoridos; los viejos robles agitan sus ramas, multiplican sus
hojas muertas sobre la tierra, esas hojas filudas, espinosas, capaces
de sofocar las llamas. Y las casas siguen ahí, indefensas.
Casas de madera oscura, con balcones llenos de flores. Casas tan
silenciosas como sus habitantes. Casas que suben por las colinas,
bajo el sol inclemente del área de la bahía, o bajo la neblina que
convierte el paisaje en una acuarela japonesa, con grises sobre
blanco y plata, con puentes muy esbeltos de una a otra orilla.

Yo quería una casa para cerrar los ojos y olvidar. Despedí a
todos. Necesitaba estar sola, recobrarme a mí misma, esa porción
mía que había muerto con él. Mi corazón duro, momificado,
adentro. Y vi esta casa espléndida al borde de la quebrada y la
quise. Pero la casa me mintió. Porque una vez abierto el escaso
equipaje, una vez que cada cosa estuvo en su lugar, llegaron los
recuerdos.


Conocí sus libros antes de conocer su persona. Y me mordió la
envidia, escribía demasiado bien, mucho mejor que yo. Y todos lo
querían, todos hablaban de él en voz muy baja, conmovida. Es el
mejor de nosotros, decían. Todos andaban un poco enamorados
de él. Yo me prometí odiarlo.


Entonces empezó julio, ese mes que aborrezco. Un mes marcado.
Julio me trajo un hombre solar, de ojos muy abiertos, ojos
morunos. Ancho de hombros, pronto a abrir los brazos. Hablaba
y se reía. Te miraba de reojo, con una malicia involuntaria, y sonreía
en silencio. Parecía fuerte y vulnerable al mismo tiempo. Un
hombre hermoso, que se movía como un gran felino cebado. Se
me encendió la codicia. Lo quería en mi cama, en mi cuarto con
el cerrojo echado y tres vueltas de llave. Lo quería para siempre
en mi casa, debajo de mi falda. Y lo tuve.


Pero una vez desnudos, el hombre se me convirtió en un muchacho
tímido sentado al borde de la cama, mirándome con ojos
diáfanos, diciendo: Eres tan bella, ¿puedo tocarte? Nunca tuve a
nadie como a ti. Pareces una estatua. Me incliné a besarlo en la
boca y caí sobre su pecho. Nos revolcamos como enloquecidos. Y
no había forma de parar. Flotábamos, lo recuerdo, en medio de una pompa de luz. Vivíamos confinados el uno en el otro, pendientes de un universo recién
descubierto, un universo tiránico, excluyente, hecho de piel
y saliva y rumores nocturnos, con el viento dando topetazos en
las ventanas abiertas y revolviendo papeles inútiles, adorados no
más hasta ayer.


Fueron dos años de gloria.


Entonces abrí los ojos, miré alrededor y me di cuenta de que
estábamos en una jaula. Él dormía a mi lado, con el cuerpo saciado,
calmo. Y yo tuve una visión extraña. Vi dos animales blancos,
tal vez ocas —de aquellas ocas sagradas que seguían el rastro
de la Gran Madre, imprimiendo una runa como huella en el
polvo—, tal vez cisnes. Dos animales de grandes alas confinados
en un corral, entre las aves destinadas al caldero. Batían alas,
ignorantes del mapa del cielo sobre sus cabezas. Batían las alas
en un remolino de plumón y estiércol. Me aplastó la tristeza. Salté
de la cama, abrí la puerta de la jaula de un empellón, y miré
afuera, al ancho mundo. Él despertó también y miró la puerta de par en par. Le dije: No
estamos hechos para la mansedumbre. Mi hombre asintió, y así
mismo, desnudo como estaba, vino hacia mí, me agarró fuerte y
me llevó hasta la puerta de la jaula. Sin dudar, saltamos. Juntos.
Hombro contra hombro.

Esta es una casa a la que no llega más ruido que la cantiga
del viento entre los eucaliptos, y el de la lluvia muy de cuando
en cuando. Las otras casas, vistas desde los ventanales, parecen
como perdidas, nebulosas, envueltas en jardines donde pacen los
venados salvajes. Nada parece domesticado aquí a primera vista,
salvo el alma de sus moradores; son suaves, discretos, apenas
hablan, saludan con un murmullo amistoso y siguen caminando
detrás de sus perros.

Mi casa es una casa que aposenta a un muerto, y creo que todos
los vecinos lo saben. Todos tienen que haber visto su sombra
moviéndose detrás de los cristales, junto al fulgor de la estufa en
invierno, alargando las manos translúcidas al calor del fuego de
ramas de eucalipto.

No es fácil volar por el ancho mundo. Normalmente hay un
cazador en cada esquina. Pero nosotros éramos tenaces. Cruzábamos
las fronteras que habían establecido los hombres, porque
sabíamos que se trataba de linderos falsos, hechos de trozos de
papel sellado. Hablábamos en el lenguaje antiguo, el que prescinde
de los labios. Reverenciábamos a los dioses de cada lugar,
pedíamos protección a los volcanes, los bosques y los lagos. Dejamos
de ser animales en vuelo, nos convertimos en piratas.

Un día comenzaron a aparecer los amantes. Algunos hoscos,
labrados en una piedra elemental, con párpados de cieno. Otros
dulces, entregados. Ajenos siempre. Los que querían quedarse solían
tener el mal hábito de inclinarse hacia uno de nosotros dos, y
entonces la balanza se desequilibraba; a esos los desembarcábamos
en cualquier puerto y nuestra nave retomaba rumbo.
Solo tres grumetes aprendieron a vivir en nuestra barca. Uno murió
temprano, lejos. Otro perdió los ojos y la voluntad y cayó por
la borda. El tercero se amarró al mástil, como Ulises. Soportó los
vendavales, el miedo a los arrecifes traidores, el sol calcinante de los
trópicos y las heladas de los mares del norte. Sobrevivió a la calma
chicha y los tsunamis. Estaba roto, herido, golpeado y cubierto de sal,
pero no podía dejar de amarnos. Todavía, a estas alturas, se mueve
en la sombra, donde yo no lo pueda ver, donde no pueda despedirlo
para siempre. De algún modo, sigue atado al mástil.

La casa me sienta en su regazo, como una nodriza de madera,
y me amamanta con la leche envenenada de los recuerdos. Acoge
con blandura mis pies descalzos sobre su madera centenaria.
Conspira contra mi corazón endurecido. Se confabula con los
árboles que bailan afuera, en la quebrada, en las noches de tempestad,
y hasta con las ardillas que lanzan bellotas al techo en su
afán de despertarme. A veces la tierra tiembla, y entonces la casa
me acuna. Pero nunca me deja dormir.

En las madrugadas el aire frío huele a fogatas y a savia de coníferas.
El áspero olor de la hierba de California inunda las colinas.
Si miras al oeste puedes ver la maqueta iluminada de San
Francisco levantándose más allá del agua de la bahía. Las viejas
casas yerguen sus perfiles contra una techumbre de ramas, y alrededor
se dejan escuchar los murmullos de la fauna nocturna.
Las maderas crujen; las casas acomodan sus tablones alrededor
de los que yacen en sus camas. Por las calles arboladas corren,
como vagabundos enmascarados, las bandas de mapaches.

En nuestro afán de seguir abriendo puertas, empezamos a buscar
las claves para acceder al Umbral de Umbrales. Nos tomó
años remontar la cuesta de páginas entintadas, pergaminos resecos
por el tiempo, que se desmoronaban al roce de los dedos.
Nos tomó siglos aprender a apartar la maraña de pistas falsas,
de señales confusas, de los desvíos inútiles. Nos tomó milenios
aprender que la Puerta se abre solo en el momento preciso y para
el que tiene la llave adecuada, y que lo más difícil no es abrirla,
sino mantenerla abierta.

Él, mi hombre, Enmanuel Ibáñez, el Maestro, atravesó el Umbral,
impulsivo, y miró la luz de frente. Yo, que soy hija de Saturno,
entré escurriéndome, con las pupilas fijas en otra parte,
para que el fulgor no pudiera deslumbrarme. Los que entramos
y podemos sobrevivir es porque somos hijos de la noche. Jaguares
negros, osos de la sombra. La luna no se ceba en la sangre
de plata, pero se alimenta del sol. Yo pude volver, él no. Algo se
quebró detrás de su frente. Algo estalló en la caja del cráneo.
Su cuerpo fue a dar al suelo, y cuando tocó tierra, ya su espíritu
vagaba del otro lado.

Hice todo para alejarme de los recuerdos. Quemé papeles,
rompí fotos, me deshice de las ropas, destruí todas las cartas.
Cambié mi cara en los espejos. Yo no era yo, porque yo había
sido calcinada con su cuerpo. Pero no es posible escapar del
silencio. No es posible escapar de las manos del viento ni del
susurro persistente del agua en la quebrada.

Quien nunca quiso ser ayudada, un día pidió ayuda. Humildemente,
con la frente posada en el polvo. Con la cabeza rapada
cubierta de ceniza. Con la lengua atravesada por una espina de
maguey. Madres, padres, pedí, enséñenme a construir un puente.
Algo había aprendido en el cruce del Umbral y ese conocimiento
me sostuvo. Me llevó como se lleva a un ciego. Me puso en manos
de una mujer muy vieja, puro espíritu, una mujer que no hablaba
mi idioma. Ella me aplacó, me enseñó, la abuela-oso.
Con un cuchillo de obsidiana, mi maestra partió mis párpados
pegados y por fin pude ver. Lo vi. Estaba entre dos mundos, esperando,
negado a seguir sin mí. La abuela-oso me dio a tomar
su propia sangre anciana, y yo establecí el puente. Así fue que él
pudo regresar, sin cuerpo, un hálito cálido que sube las escaleras
de esta casa y se sienta conmigo y habla de lo que fuimos. Cada
día parece más joven. Cada día se parece más a ese muchacho
tímido al que besé en la boca…

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Acerca de Gina Picart

Soy escritora, periodista especializada en La Habana de la colonia y la república, investigadora, crítica de arte, guionista de cine, radio y televisión, pero este blog se propone combatir el maltrato animal y procurar en Cuba su castigo más severo y radical
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