A estas alturas semejante pregunta podrá sorprender a muchos que creen conocer la respuesta, aunque no sea más que someramente: gran poetisa cubana hija de un prócer de la Guerra del 95, perteneció a la alta burguesía habanera, escribió varios libros de versos, una novela titulada Jardín y el libro de viajes Un verano en Tenerife, vivió en varias casas de El Vedado, se casó con un famoso cronista social de su época, tuvo una fuerte conciencia clasista que la distanció del proceso revolucionario y murió en La Habana luego de recibir, a los noventa años, el Premio Cervantes de Literatura.
Sin embargo, esta respuesta está muy lejos de reflejar la verdad de una vida que su dueña eligió vivir con mucho más de una mitad en la sombra[i], y aún hoy conocemos muy mal, pues la mayor parte de la papelería de la escritora continúa en manos de sus herederos, inaccesible para los investigadores, historiadores y especialistas en el estudio de su figura y su obra, y la mayor parte de quienes la conocieron y trataron en su intimidad ha muerto. Se necesita saber mucho más sobre esta mujer para comprender todo lo que escribió a lo largo de su existencia, que, aunque no fue mucho, bastó para consagrarla como una de las más grandes poetas de la lengua hispanoamericana y autora de una de las más extraordinarias, enigmáticas e inclasificables obras narrativas concebidas en nuestro idioma.
Pero para empezar a entender un poco más a Dulce María Loynaz, su actitud ante la vida y su creación poética y literaria, habría que comenzar por hablar sobre su familia, tanto paterna como materna. Y para eso hay que remontarse muy atrás en la Historia, pues aunque se ha dicho y repetido hasta la saciedad que se trataba de un clan perteneciente a la alta burguesía —dada la cuantía de su fortuna y su forma de vivir—, esto es inexacto, y lo que tal aserto contiene de inexactitud se convierte en una pesada cortina que oculta aspectos muy interesantes de la personalidad y la obra de la escritora.
LOS ORÍGENES
Gracias a grandes genealogistas cubanos como Francisco Javier de Santa Cruz y Mallén (1889-1954), VI conde de San Juan de Jaruco y IV conde de Santa Cruz de Mopox (su linaje ostentaba Grandeza de España), miembro correspondiente de las Academias de la Historia de Cuba, España Venezuela, y a los nueve tomos de su obra Historia de Familias Cubanas, y también adestacados cronistas de época como Julián del Casal, Ramón Mesa y otros, además de las obras de varios historiadores nacionales publicadas con posterioridad a 1959, hoy se maneja bastante información acerca de la existencia de una aristocracia nobiliaria en la isla de Cuba. Ninguna aristocracia constituye, por su misma naturaleza, un grupo nutrido en las sociedades en que ella existe, ya que, como indica la raíz del vocablo (de procedencia griego-minoica), aristoi significa “los mejores”, o lo que es lo mismo: grupo selecto, superior y minoritario. Pero en una isla pequeña como Cuba, colonia además, de un gran imperio lejano, entre1708 y 1866, España concedió a criollos cubanos 34 marquesados y 39 condados. Según afirma Alejandro Gonzáles Acosta[ii]:
Para señalar sólo un ejemplo, en la Guía de Forasteros de la Siempre Fiel Isla de Cuba para el año 18734, todavía en la época del reinado de Amadeo de Saboya (el denominado “Rey Caballero” que había sustituido a la disoluta Isabel II), y en plena guerra independentista, aparecen relacionados 61 títulos nobiliarios, entre condes y marqueses asentados en el país, desde los Marqueses de Villalta (otorgado según esta fuente por Felipe IV, y en otras por Carlos II en 1668), hasta el Conde de San Ignacio.
Y continúa Acosta:
Puede sorprender que Cuba, con mucho menos territorio y riqueza que los virreinatos, tuviera tal densidad de títulos de nobleza, pero se explica en parte no sólo por la mayor duración del dominio español en la isla, sino por la creciente importancia económica y estratégica que sobre todo a partir del siglo XVIII tuvo la isla en su imperio, con las Flotas de Indias que se reunían en La Habana, punto esencial de la primera ruta comercial mundial.
Todavía en 1958 se encontraban vivos y en posesión legal de sus títulos cuatro condes y condesas con Grandeza de España, 23 marqueses, 14 condados y un vizconde.
Cuando Dulce María habla en su libro Fe de vida —escrito en memoria de su segundo esposo el cronista social Pablo Álvarez de Cañas— sobre su noviazgo con su primo Enrique de Quesada (del linaje del General Quesada y de la esposa de Carlos Manuel de Céspedes, además de la familia Loynaz), con quien se casaría en primeras nupcias, ella asegura que:
El abolengo único que en mi casa se reconocía era el de los héroes de las guerras emancipadoras, y era también el único en que manes paternos y maternos estaban en perfecto acuerdo.
Esto puede haber sido cierto, pero no es menos cierto que tanto la familia Quesada, como los Céspedes, eran, también, de abolengo aristocrático proveniente, en ambos casos, del sur de Andalucía. Debe entenderse que, de acuerdo con las leyes sucesorias de Castilla primero, y más tarde de toda España, solo el hijo mayor o mayorazgo tenía derecho a ostentar el escudo y el título de nobleza. Los siguientes hijos se consideraban, según el orden de su nacimiento, líneas sucesorias que se destinaban a carreras eclesiásticas o de las armas, y solo si el mayorazgo moría sin dejar herederos, pasaba el título (y la fortuna familiar) al hermano que le seguía en el orden de sucesión, pero las familias con títulos y escudos eran consideradas, en general, como miembros de la aristocracia, aunque las líneas sucesorias no pudieran ostentar los blasones.
Y aquí es necesario hacer alusión a un fenómeno importante en la historia de Cuba: Lo mismo en la Guerra de los Diez Años que en la del 95, entre la alta oficialidad del Ejército Libertador hubo descendientes de linajes nobles con o sin título de nobleza que conforman, dentro de esa cúpula ya de por sí bastante cerrada, otro círculo aún más selecto: el patriciado criollo de grandes fortunas, quemadas o no en la hoguera de la independencia, pero que comparten una educación muy bien caracterizada: no solo estudian en universidades extranjeras como La Sorbona de París, la italiana Boloña o la Complutense de Madrid, sino que sus enormes riquezas les permiten hacer grandes viajes para conocer el mundo, como en el caso de Carlos Manuel de Céspedes. Era común que quienes recibían esta clase de educación —de marcada influencia francesa en la cultura, pero española en las costumbres, sin nada todavía marcadamente norteamericano como luego se observará en la burguesía— fueran políglotas, jinetes y esgrimistas expertos, ajedrecistas consumados, dominaran uno o varios instrumentos musicales, fueran diestros en los bailes de salón, poseyeran ricas bibliotecas y vasta cultura; en fin, eran auténticos caballeros y damas que en no pocas ocasiones brillaban en los más exquisitos salones extranjeros y cortes europeas.
EL PADRE
El General Enrique Loynaz del Castillo, criado en Santa María del Puerto del Príncipe, miembro del patriciado criollo y emparentado con los Quesada, los Loynaz, La Avellaneda y otros linajes ilustres del Camagüey, formó una familia con María de las Mercedes Muñoz Sañudo, y los cuatro hijos habidos de
esta unión eran, y se consideraban, miembros de una nobleza sin título. Dulce María presumía de que entre sus antepasados vascos, de donde procede el apellido Loynaz, había dos santos, uno de ellos, San Martín de Loynaz, misionero jesuita muerto en Japón como mártir de la fe católica, presumiblemente un segundón sucesorio.
Una página de Heráldica cuenta lo siguiente sobre el apellido Loynaz:
… es muy extendido en la Penísula con numerosas casas solariegas. Por referencias de historiadores de la época y otras averiguadas por Araldis en los archivos registrales de ciudades y otros privados, podríamos afirmar, pero no asegurar, que este escudo u otro muy similar a él, apareció inicialmente desde el siglo XI al XIV, particularmente en el asalto al Alcazar de Córdoba el 29 de Junio de 1236 […] Son sus armas: En azur, un árbol de su color natural y fino tronco, terrasado de sinople, moviente del flanco siniestro un brazo de plata, empuñando una hoz del mismo metal, que aplica al tronco del árbol como para cortarlo. En el flanco diestro un menguante también de plata. […] La inclusión del elemento árbol (roble, pino, ciprés) significa que la nobleza de la familia es antigua y va asociada con la benignidad y la perseverancia, virtudes supuestas de sus componentes. Los esmaltes del arma de los Loynaz pregonan los siguientes valores: el Azur corresponde al símbolo del agua, de la continuidad de la vida, es un color de nobleza, belleza, castidad y fidelidad, además otras virtudes caracterizaban a la familia, tales como la abundancia económica, la perseverancia, la suerte, la fama y el afán de victoria.
En un texto publicado por la revista Universidad de La Habana, cuenta Aurelio Boza Masvidal, muy cercano a la familia Loynaz y amigo del círculo íntimo de Dulce, que “un descendiente del franciscano san Martín de Loynaz vino a La Habana con el conde de Ricla y se fue a vivir a Puerto Príncipe donde fundó una de las familias más antiguas y de mayor abolengo del Camagüey. Y Carlos Loynaz, tatarabuelo de Dulce, fue el primer amor de la Avellaneda”.
La legendaria Santa María del Puerto del Príncipe era una de las urbes más antiguas del Nuevo Mundo y ciudad cabecera (y única) del Camagüey. Estaba casi totalmente aislada del resto de la isla —debido a la topografía muy especial de esa provincia, cuyas grandes distancias la separaban del mar, aislamiento al que se sumó su demora en poseer ferrocarril propio—. Esta conjunción de circunstancias mantuvo allí un estilo de vida muy tradicionalista característico del feudalismo español, con un sistema educativo muy severo y restrictor y costumbres patriarcales más atrasadas que en el resto de Cuba, todo lo cual explica, en mucho, la personalidad austera, severa y recia de Enrique Loynaz, hombre decidido y dominador, padre de los niños Loynaz y cabeza de aquel clan. Tampoco hay que olvidar, además, la tremenda pujanza de la masonería camagüeyana, a la que pertenecieron casi todos los antepasados del General y él mismo, y casi sin excepción todos sus amigos y compañeros de la alta oficialidad del Ejército Libertador. La filiación masónica del General es importante a la hora de imaginar qué clase de padre quiso ser para su progenie, un padre en absoluta concordancia con los principios de la masonería. Recordemos que el padre de Amalia Simoni Argilagos, esposa de Ignacio Agramonte y figura fundadora y preponderante en la logia Tínima, le aconsejó a la joven en una epístola que se esforzara por inculcarles a sus nietos la idea de que fueran, ante todo, buenos. Se trata de la virtus a la que José Martí, masón de grado 33, convirtió en el centro de su ética personal. Con tales antecedentes, más la agitada vida política del General, ¿es de extrañar que se mostrara parco a la hora de manifestar a sus hijos con mimos y ternezas el amor que sin duda les tenía? Tampoco debió quedarle mucho tiempo libre para dedicarlo a su familia. De ahí que Dulce le considerara un padre ausente, al que vino a querer cuando “ya estaba viejo y cansado”.
LA MADRE
La Madre, María de las Mercedes Muñoz Sañudo, descendiente de linajes nobles de la Península y heredera de cuantiosa fortuna amasada por sus antepasados casatenientes[iii], había recibido una educación esmeradísima. Dulce la describió así:
Era una criatura exquisita, con el rostro más bello que he conocido en mi vida, una criatura casi inmaterial (…) siempre ajena a las pequeñeces de este mundo. Habilísima en distribuir líneas y colores, dibujaba delicadas figuras, todo sacado de su imaginación, lienzos que no dejó salir del marco familiar porque su modestia era genuina. Cantaba y se acompañaba al piano con una voz digna de escucharse en un teatro. Coleccionaba antigüedades, amaba las flores, los animales y prodigaba la caridad silenciosa, tanto en el hospital de San Lázaro* como en el refugio para perros callejeros que creó y mantuvo con su peculio. En nuestro jardín no permitía que se cortara una sola flor. Fue un caso digno de conocer e imitar. (…) Bajo su apariencia etérea, mi madre unía un insospechado sentido práctico a una voluntad que debe haber sido la de las inflexibles mujeres de su estirpe.
Curiosa contradicción este temperamento artístico unido a tal pragmatismo. Era, además, considerada una belleza célebre en La Habana. EL General se enamoró de una fotografía suya que vio en una vitrina habanera. De ella ha escrito Eusebio Leal:
Difícilmente podríamos encontrar una cubana más bella: el rostro de óvalo perfecto, enmarcado por una cabellera ensortijada y negrísima; los ojos de un azul intenso, como dibujados en el más primoroso cristal veneciano. Dotada de inclinación natural a las expresiones más exquisitas de la cultura, Mita sentía predilección por los objetos antiguos, al extremo de adquirir infinidad de cosas disímiles, que iban desde celosías del convento de Santa Clara hasta suntuosos espejos y porcelanas. Es lógico que fuese ella responsable, en gran medida, de la afición preferente que Dulce María y Flor tuvieron por tales cosas.
Sin embargo, no fue mujer que se prodigara en los medios sociales, sino que, sin dejar de ser inflexible con sus retoños, poseyó, al parecer, un temperamento melancólico, recatado y, tal vez, solitario. Amaba mucho a los animales, y destinó una parte importante de su fortuna en la fundación del asilo La Misericordia, donde acogió a centenares de animales vagabundos. Era profundamente religiosa y transmitió ese espíritu casi místico a sus hijos.
Dulce afirmaba que los títulos nobiliarios venían por la parte de su familia materna. Lo cierto es que, por solo mencionar un ejemplo, el III marqués de Santa Olalla, Manuel de Aranda y Junco, tenía lazos
de parentesco con los Loynaz Sañudo, como también María Teresa Aranda, marquesa del Almendares y de Buenavista, descendiente de los marqueses del Almendares, constructores de La Belinda, hacienda donde Dulce vivió los años de su primer matrimonio con su primo Enrique, y en cuya reja de entrada estaba grabada la fecha de su construcción: 17…, y que, dicho sea de paso, en vida de Dulce era una propiedad perteneciente a los Sañudo. En el círculo de relaciones más íntimo de Dulce ocupaba un lugar cimero don José María Chacón y Calvo, VI conde de Casa Bayona, pero no era el único aristócrata cercano los hermanos Loynaz. Quien consulte las listas nobiliarias cubanas encontrará en ellas muchos nombres que fueron en la República presencias habituales en las famosas juevinas de los hermanos Loynaz, y en el círculo de relaciones sociales que se nucleaba en torno a la escritora, grupo que no hay que confundir para nada con las relaciones y amistades de Pablo Álvarez de Cañas, procedentes de otros estratos de la sociedad y con quienes Dulce tuvo que codearse tras su matrimonio con él, aunque confesó en Fe de vida que siempre se sintió muy incómoda entre ellos, “como una extranjera”. Tal vez se encuentre en esa férrea conciencia elitista de los Loynaz parte de la explicación de esa especie de tolerancia entre condescendiente y desdeñosa con que siempre trató la escritora a Alejo Carpentier, tema al que me referiré más adelante.
LA ABUELA
María Regla Sañudo, la heredera que, en una de sus diarias visitas a la casa paterna encontró los cadáveres desmembrados a hachazos de sus progenitores Domingo y Micaela, y cuyo esposo fue acusado de haber cometido en 1888 aquellos crímenes conocidos como de la calle Inquisidor, y posteriormente liberado por falta de pruebas, se había casado con él veinte años antes contra la voluntad de sus padres.

Dulce siempre la recordó como una mujer de carácter muy fuerte, dominante, una auténtica matriarca que regía los destinos familiares con mano de hierro pero que, sin embargo, nunca negó a sus cuatro nietos el más mínimo capricho. Es célebre la anécdota contada por Dulce de cómo, cuando ya la familia residía en la casa de Línea y 14, Dulce amaba un flamboyán cuyas ramas cargadas de flores caían sobre la ventada de su habitación y le tapizaban el piso con sus pétalos violáceos. Pero el árbol no caía dentro de la propiedad de los Loynaz Sañudo. Pertenecía a un terreno contiguo donde se encontraba la llamada Casa del Alemán, propiedad de un ciudadano de esa nacionalidad; un chalet donde en 1888 el pintor cubano Guillermo Collazo había pintado su célebre óleo “La siesta”, una de las pinturas más bellas de la segunda mitad del siglo XIX cubano.
Un día, Dulce descubrió que el árbol estaba siendo talado y corrió hacia María Regla rogándole que lo impidiera. La abuela se apresuró a complacerla e intentó comprar el pedazo de terreno donde crecía el flamboyán, pero ante la negativa del dueño terminó adquiriendo la propiedad entera, que se añadió así a la heredad de la familia. Pagó por ello un precio exorbitante: cuarenta mil pesos, pero lo que en realidad estaba comprando era la sonrisa de la nieta.

Sin embargo, Dulce siempre le reprochó que, cuando a sus diecisiete años la poetisa se enamoró de Pablo Álvarez de Cañas, por entonces un pobre inmigrante sin capital ni futuro, la abuela, y con ella su hija Mercedes, en pleno empoderamiento matriarcal, sometieron a Dulce a un aislamiento férreo para terminar con aquellos amores, excesivo rigor que Dulce calificó tiempo después, no sin amargura, de “innecesario”.

Sin embargo, María Regla y Mita, como apodaban en la familia a la madre de Dulce María, por muy tradicionalistas que fueran en sus costumbres, de vez en cuando adoptaban conductas un tanto desconcertantes que no se avenían con ese patrón, como cuando se involucraron en el movimiento feminista en La Habana y arrastraron a Dulce en la aventura, o cuando insistieron para que esta y su hermano Enrique se doctoraran en Derecho por la Universidad de La Habana, donde en la época no era habitual la presencia de mujeres.
Del abuelo materno Dulce dice, tan solo, que fue un caballero de estatura pequeña y pie muy fino, elegante, bondadoso y delicado de modales. Padeció en su vejez alguna larga enfermedad, durante la cual Dulce nunca se apartó de él y lo cuidó hasta el final de sus días.
LOS TÍOS
Es difícil saber cuántos tíos tuvo Dulce, pero ella menciona de un modo especial a dos. El primero, el tío Lizardo, a quien se considera el constructor de la casa de Línea y 14, y de quien, más allá de eso, no tengo más datos, salvo que era maestro masón y cuyo cadáver fue velado en la casa e inmortalizado en una fotografía en la que quedó para siempre vigilando a la familia desde su marco en la pared. Algunas fuentes aseveran que él hizo construir la casa a inicios de los años 20, concretamente en 1908, pero otras fuentes aseguran que la casa ya existía en 1880.
El otro tío respondía al nombre de Arturo (detalle significativo como en su momento se verá), y a quien ella describió como “alto, flaco, envarado, había sido diplomático muchos años, buena parte de ellos transcurridos en París. Era todavía joven, pero parecía mayor por el empaque europeo que no abdicaba nunca y a nosotros nos divertía bastante. Decíamos que era un tío almidonado. Recitaba largas tiradas de versos en francés. Tenía bien modulada voz de tenor y una pronunciación perfecta de ese idioma.” Fue este personaje quien influyó sobre los cuatro hermanos para que Rimbaud, Verlaine y Baudelaire fueran “sus primeros maestros”.
EL PASADO SINIESTRO
La familia, por ambas ramas, estaba marcada por un fatum siniestro, y no solo por el escándalo provocado por los llamados crímenes de la calle Inquisidor, ocurridos en 1888. Hubo un tío desaparecido en plena juventud en circunstancias harto misteriosas. Un día partió de viaje y nunca se volvió a saber de él, hasta que, muchos años después, la familia recibió un paquete de remitente anónimo que contenía un hermoso reloj con leontina de oro, y una breve esquela que decía: “Un caso de conciencia”. Dulce también ha hablado de un tío paterno que se suicidó en plena juventud, y cuyo nombre, Carlos, grabado sobre el mármol de su tumba, fue visto por los hermanos Loynaz mientras visitaban el cementerio antiguo de Puerto Príncipe. El hecho impresionó tanto a Carlos Manuel, el hermano a quien Dulce siempre consideró el más genial de los cuatro, que le sembró el germen de la locura, porque desde ese día fatídico quedó convencido de que aquella era su propia tumba y él no estaba entre los vivos, convicción que terminaría por desatarle una esquizofrenia florida que lo llevó, a él también, a intentar quitarse la vida. Cuando la enfermedad ya estaba muy avanzada, creía firmemente que Dulce y Flor eran las guardianas de su cadáver.
Y llegamos a otro de los sucesos más mórbidos que marcaron la infancia de los niños Loynaz: la muerte del tío Lizardo, maestro masón velado en capilla ardiente según el ritual masónico y con todos los atributos de su grado, mandil bordado en oro a la cintura y manos pálidas cruzadas sobre el pecho del fúnebre traje negro ¿yaciendo sobre catafalco o dentro de un féretro? En cualquier caso, con un enorme cirio custodiando cada extremo del muerto, y cuyos resplandores oscilaban sobre el cuerpo creando volúmenes y claroscuros que inducían a la vista la falsa ilusión del movimiento. Debió haber sido un espectáculo lo suficientemente impresionante como para que aquellas sensibilidades infantiles no lo olvidaran jamás. Y como era costumbre en el siglo XIX, el muerto fue retratado, y la imagen colocada en un marco desde el cual los párpados cerrados del difunto perseguían a quien le contemplara hacia cualquier lugar que se moviera. Todo el que haya visto un cuadro con esa característica sabe cuán espeluznante puede llegar a ser esa presencia fantasmal para los vivos.
Había, además, en la familia Loynaz algunas historias trágicas asociadas al matrimonio, acaecidas “tres o cuatro generaciones atrás”, según Dulce manifestó en alguna ocasión, caracterizando a las protagonistas de aquellos amores fallidos como “mujeres rígidas y frígidas”, presumiblemente pertenecientes a la línea materna, puesto que de rígidas calificó Dulce en más de una ocasión a su madre y su abuela, no solo por sus preceptos educativos, sino por el rechazo que ambas sentían hacia la idea de ver a los “pequeños” involucrados en relaciones que pudieran culminar en matrimonios. A esta actitud, condicionada por el pasado familiar, vino a sumarse el divorcio de sus propios padres, ocurrido en 1916, cuando Dulce ya tenía catorce años, aunque sobre la fecha exacta en que la madre divorciada fue a vivir a la mansión de Línea y 14 con sus hijos y su madre María Regla, parece no haber consenso entre las fuentes consultadas. Lo que sí se sabe de cierto es que fue el General quien se enamoró de otra mujer, y que la abuela María Regla, y tal vez su esposo, acompañaron a Mita y sus cuatro retoños en esta migración.

“YO, SI ALGO SOY, ES ARISTÓCRATA”
Dulce tenía plena conciencia de su pertenencia a la aristocracia, como lo demuestra un comentario suyo reproducido por Luis García de la Torre y Alejandro González Acosta en su artículo Sus majestades Enrique, Carlos y Flor Loynaz Muñoz: “Aquí me llaman burguesa, y no es verdad: si algo soy, es aristócrata»[iv],
Reproduzco aquí dos cartas muy significativas de Dulce, donde se muestra de modo irrecusable su convicción de pertenecer a un grupo social diferente de la burguesía nacional en todas sus variantes: la aristocracia nobiliaria del patriciado mambí. La primera misiva, escrita en 1927, es una respuesta a José Manuel Carbonell[v], quien le había hecho llegar una invitación para ser incluida en el volumen de poesía de su colección de dieciocho tomos titulada Evolución de la cultura cubana, que él preparaba. Además de mostrar pretensiones dieciochescas, que me hicieron recordar a la marquesa de Merteuil cuando, en la novela Las amistades peligrosas, del francés Chordelos de Laclos, perfuma en su boudoir el papel de seda de las cartas que envía a su amante, el vizconde de Valmont; y es, además, una muestra de soberbia clasista que me impresionó, porque su tono altanero y desdeñoso raya casi en la grosería, algo que me resulta completamente ajeno a la imagen que tengo de ella:
Agradezco su intención de incluirme en ese libro de Poesía Lírica en Cuba, le agradezco aún cuando me ha sido expresada en esta horrible hoja impresa donde se olvidan de poner la «t» y la «a» al «Sr», hay espacios en blanco para llenarlos con nombres y la personalidad del agraciado se hunde, se borra, se pierde como una gota de agua en medio del Sahara. Perdone esta digresión, pero las hojas impresas me aterran; su bondadosa intención es digna de un bonito papel de hilo azul, como este, por ejemplo. Pero volviendo al objeto de su carta le diré que habiéndome negado en bastantes y semejantes ocasiones a dar versos, entre otros a personas tan apreciables como el doctor Salvador Salazar, me daría cierta pena no tener para todos el mismo comportamiento, quizá un poco malinterpretado, pero que al fin mi absoluto silencio y mi prolongado apartamiento de todo centro literario, son bastantes para justificar.
La segunda misiva está dirigida a Ofelia Rodríguez Acosta, una combativa periodista feminista de la época, y en ella Dulce no oculta una actitud mucho más digna, de solidaridad humana, a la que, de inmediato, trata hipócritamente de restarle importancia para no mostrar compromiso alguno con los padecimientos del vulgo inferior:
Querida Ofelia:
He escrito a usted tres cartas y me va pareciendo que me ha robado mi silencio…
Una más para pedirle que se despoje de él en honor mío, que me lo devuelva si es posible. No sabe usted qué fatigada ando llena de palabras inútiles que ni siquiera han merecido su atención.
Y ya ve; con ellas sigo hablando y hasta pretendo contarle una historieta vulgar y triste, que la lectura de sus recientes magníficas crónicas me impulsa en cierto modo a hacérsela conocer. Sé que Ud. Se preocupa del trabajo de la mujer y que no desdeña el tratar (¿o me permite que diga prestigiar) con su pluma el manoseado asunto.
Pues bien, este es el hecho dicho breve crudamente como lo es él mismo.
Algunas casas comerciales expendedoras de vestidos hechos de señora han implantado —según noticias muy serias hasta mí llegadas— un nuevo sistema que les permite abaratar sus precios hasta la inverosimilitud: encargan cien o ciento veinte trajes a otras tantas muchachas que no vacilan estas casas en solicitar y que aún sin ello afluirían como afluyen estas criaturas a buscar costura en las tiendas de modas. Sabido es que a estas muchachas se les entrega la tela y el primer trabajo tiene la calidad de muestra, es decir, es gratuito para la tienda, que debe juzgar por el mismo las aptitudes de las costureras a fin de aceptarlas definitivamente o no.
Fácil es imaginar el cuidado y el empeño que ellas pondrían en ese primer trabajo, ¿verdad? Bueno, pues nunca, absolutamente nunca son aceptadas. Vano es todo el afán y el buen deseo que solo la necesidad puede inspirar tan sinceramente. Estas casas de moda tienen sus grupos determinados de modistas y no necesitan ninguna más, pero siguen solicitándolas y encargando costura con el único y deliberado propósito de quedarse cada semana con cincuenta u ochenta vestidos gratis confeccionados con todo gusto y primor.
¿Qué le parece?
No sé si usted encontrará lo narrado dentro del marco de las cosas tratables en sus crónicas. Tampoco puedo asegurarle, como producto de una investigación personal, la certeza del caso; ya conoce Vd. mi natural indolencia y cuán poco me interesan las calamidades populares, pero de todos modos he querido señalárselo a Vd., seguramente más capacitada que yo, para fijar su destino, manteniéndolo en sus manos, depositándolo en otras que a juicio suyo estén justamente esperando algo así.
No me atrevo a decirle más nada, pero quisiera que adivinara usted todo mi pensamiento. Sin embargo, le diré que el principal motivo de este envío es el pensar que usted, como yo, sabrá sentir, en el vulgar episodio que le dejo relatado, el friecito de las pequeñas injusticias de cada día contra las cuales sí que es difícil defenderse…
Y defender…
(Las cursivas son mías)
Esta carta es una obra maestra de tacto, refinamiento, sutileza y todo lo que puede halagar a la destinataria y ganarla para el objetivo, sin hacerla sentir que se la emplaza en modo alguno, que se la reta, porque eso es lo que hace Dulce, pero demostrando un dominio exquisito de los modos sociales. No sé con certeza en qué fecha fue escrita esta misiva, pero muestra una madurez muy alejada de la rabieta infantil que no disimula en la dirigida a Carbonell, donde la mordacidad llega a ser hiriente y no se le escatima al destinatario ni una gota de aristocrático desprecio. Sin embargo, esta es una carta hipócrita, escrita y susurrada como desde detrás de una máscara que se sostiene por su manguito solo un momento, una máscara en la que se mezclan la falsa humildad y la displicencia con que un ejemplar de pura raza miraría a un mestizo callejero, porque Dulce trata de no evidenciar lo mucho que la incordia la explotación a que son sometidas las ingenuas modistillas. No faltaba más: una gran dama jamás mira hacia abajo, sino solo a las nubes. Dulce tiende a la periodista hasta la trampa más perversa: la hace sentir que la considera su igual… Es, justamente, la carta que escribiría un aristócrata para solicitar la atención de alguien de menor jerarquía, pero con poder para realizar una tarea que al aristócrata le interesa, pero de la que no quiere encargarse. “Haga usted, Ofelia, por favor se lo pido, el trabajo sucio…”. Solo en los últimos párrafos se le transparenta, casi a la fuerza, su verdadero sentir.
Hay otro asunto que muestra lo consciente que era Dulce María Loynaz de su sangre azul. En el documental Carpentier habla sobre La Habana, Carpentier cuenta sobre una cena nocturna y misteriosa a la que dice haber sido invitado por los Loynaz, y que tuvo lugar lejos de la ciudad, en las ruinas de una quinta en la cima de una loma. Este fragmento del documental es reproducido en otro documental, Ultimos días de una casa. Dulce afirmó que aquel hecho jamás había ocurrido. Pero en algunos fragmentos de la novela de Carpentier El clan disperso, que su autor entregó en depósito a la Biblioteca Nacional y, hasta donde sé, nunca ha sido publicada en su totalidad, Carpentier narra con una sorprendente abundancia de detalles la misma historia sin cambiar ni una coma, y uno de sus personajes protagónicos, el escritor Alberto, aparece como enamorado de la dama vestida de brocado blanco, “la mujer pintada por Madrazo” que en anotaciones al margen del original el escritor identifica con Dulce.
Se sabe por boca de la propia Dulce que Carpentier y su madre, la rusa Lina Valmont, eran invitados a algunas de las veladas ofrecidas por los hermanos Loynaz, lo mismo a cenas que más tarde a las juevinas, pero Dulce se cuida de aclarar muy bien que aunque el entonces muy joven Alejo “era ya por entonces un joven muy prometedor y poseía una cultura abrumadora”, sobre todo en música, a ellos quien realmente les interesaba era su madre, porque todo lo ruso se había puesto de moda en La Habana, y porque, además, Lina era una mujer de gran belleza, de la que vagamente se enamoró su hermano Enrique, tal y como la propia Dulce se sintió atraída por el pintor ruso Addia Yunkers. Se conoce también la tirantez, por no emplear un adjetivo más fuerte, aunque quizá más justo, que reinaba en la relación entre Carpentier y Dulce, y en los predios literarios nunca han faltado quienes acusen a Carpentier de haber contribuido aplastantemente a la penosa oscuridad que se abatió sobre la poetisa, que no fue un manto caído desde una nube, sino una construcción totalmente humana y duró hasta que le fue concedido en España el Premio Cervantes. Si la enemistad entre los dos se debió a la afirmación siempre sostenida por Dulce de haber sido la iniciadora del realismo mágico, que la Historia de la literatura hispanoamericana insiste en atribuirle a Carpentier, o se debió a circunstancias políticas favorables a este pero no a Dulce (y ya se sabe que Alejo no se caracterizaba precisamente por su coraje y sí muchísimo por su aguzado instinto de supervivencia social), o si, tal vez, nació ya desde los tiempos en que se conocieron y ella le fue desdeñosa, ¿quién podría asegurarlo?, pero es bien posible que todas estas razones confluyeran en el interés de él por invisibilizarla y el encono y el desprecio de ella porque lo consiguió.
Revisando la vida de Dulce y lo que la escritora ha contado sobre sí misma de modo público, no resulta difícil encontrar algunos ejemplos de casos en que ella desmintió a otros personajes destacados, simplemente porque no le agradaba lo que decían, y usaba todo el peso de su nombre para restarles credibilidad. Ella se permitía, a veces, cierta maliciosidad muy compatible con el sarcasmo y la ironía que la caracterizaban y fueron, si no el fondo de su carácter, al menos sí la máscara social tan depurada que usó siempre. Pero ¿se la puede juzgar por estas pequeñas maldades cuando fue víctima de maldades tan escandalosas como la de ser borrada por décadas de la literatura cubana siendo, como ella lo es, una de sus figuras cimeras y una de las poetisas fundamentales de la lengua castellana? Yo me inclino por creer a Carpentier: aquella cena existió y fue tal como él la narra en los dos documentales, aunque no creo que sea cierta la historia tal como él la continuó en El clan disperso, simplemente porque aunque él estaba deslumbrado hasta la obsesión con los hermanos Loynaz, no hay que esforzarse mucho para no creer que ninguna de las hermanas lo hubiera mirado con otros ojos que no fueran los de la indiferencia. Esta historia me hace pensar que para Dulce el solo blasón de una enorme cultura no era suficiente para acreditar a alguien ante sus ojos, Hacía falta algo más. Muchos de los intelectuales que frecuentaban su círculo más allegado no poseían escudos de nobleza ni estaban todos emparentados con familias de abolengo, pero ocupaban posiciones sociales de relevancia. Carbonell también fue un hombre prominente, pero por alguna razón no alcanzaba los estándares de Dulce, aunque más tarde, cuando fue la poeta fue admitida como miembro de la Academia Nacional de Artes y Letras, ella sin duda había cambiado de parecer, pues en la papelería familiar de los Carbonell aún quedan libros que ella le dedicó con mucha calidez.
Muchos otros actos a través de su larga vida debieron denotar y connotar en Dulce María Loynaz lo que ella nunca se privó de ocultar: su verdadera posición dentro de las clases sociales. La aristocracia ha sido siempre, desde que se formó en la historia humana, la clase más alejada de los humildes, no hablemos ya de un proletariado ni de una ideología comunista, que representó para ella no una mera disidencia política, sino la mayor herejía que podía asaltar su espíritu: la muerte del mundo en que ella se había obstinado en vivir, un mundo extinto en realidad ya extinto desde hacía décadas, pero que para ella fue definitivamente cadáver en enero de 1959. ¿Se podía esperar de esta mujer no ya que apoyara el proceso revolucionario, sino siquiera que alcanzara a comprenderlo? Por supuesto que una respuesta afirmativa constituye una prueba de incapacidad supina para comprender la naturaleza humana. Pero hay una pregunta todavía más polémica, puesto que su esencia resulta casi inasible y mucho más ambigua: ¿se podía esperar de Dulce María Loynaz que escribiera una novela realista, una novela de la tierra, una novela del boom latinoamericano?
[i] Dulce María Loynaz, una mitad en la sombra. Antón Arruffat
[ii] (Alejandro González Acosta http://otrolunes.com/58/este-lunes/notas-sobre-la-nobleza-titulada-cubana-y-otras-afinidades-parte-i/)
[iii] He visto un estimado de más de noventa casas de alquiler y dos millones de pesos oro.
[iv] Revista Surco Sur de Arte y Literatura https://digitalcommons.usf.edu/surcosur/vol8/iss11/8/ volumen 8 2018
[v] José Manuel Carbonell y Rivero (Alquízar, 3 de julio de 1880 – La Habana, 20 de marzo de 1968) fue un revolucionario, orador, diplomático, poeta, ensayista, historiador, presidente de la Academia de Artes y Letras, miembro de corporaciones varias, y abogado cubano. Se consideraba un discípulo de José Martí. En 1910, fue delegado de Cuba ante la Cuarta Conferencia Panamericana que tuvo lugar en Buenos Aires; en 1911 fue delegado de Cuba en la coronación del Rey Jorge V. Fue presidente de la Sección de Literatura de la Academia Nacional de Artes y Ciencias; presidente de Sociedad Geográfica de Cuba; recopilador de las obras de Jesús Castellanos y Enrique Hernández Miyares.