Siempre he sentido por Alejo Carpentier una veneración tan apasionada e incondicional, que ni siquiera flaqueó cuando lecturas y relecturas de los dos tomos de sus Cartas a Toutouche, publicados por la casa editorial Letras cubanas, me confirmaron mis peores temores con respecto a la verdadera naturaleza de Alejo, y me demostraron que las acusaciones de oportunista, arrivista, et al, que siempre le han hecho amigos y enemigos no carecen de fundamento, lamentablemente. Pero acabo de encontrarme un artículo suyo que hace que ya, definitivamente, no le pueda perdonar: El misterio de Satie, publicado, también por Letras Cubanas, en la colección Letra y Solfa, en uno de dos volúmenes titulado Alejo Carpentier Música (1956-1959), donde se recogen las colaboraciones del insigne escritor cubano para el diario venezolano El Nacional. No puedo perdonar a Alejo que “perdone la vida” a Satie con tantísima tibieza. A mi Satie, MI Satie. No. Eso, definitivamente, no se lo perdono a Alejo Carpentier, que en demasiadas ocasiones solía ostentar una arrogancia bien desagradable, capaz de opacar su erudición de humanista que nadie pone en duda, y menos que nadie yo.
Una de las mejores cosas que han ocurrido en mi vida es que una tarde, mientras paseaba por la Calle del Obispo, haya descubierto en las vitrinas de La Moderna Poesía una colección de DVDs de música clásica, entre cuyas bellísimas portadas había una desde donde unos peces rojos de Henri Matisse contemplaban el mundo dentro y fuera de una esfera de cristal, bajo el nombre Satie grabado en letras blancas. No conocía a ese compositor, jamás había escuchado sobre él, pero el apellido me causó un efecto raro y compré el disco, como si tuviera un imán invisible. Eran piezas para piano interpretadas por Patrick Cohen. Cuando llegué a mi casa y empecé a escuchar las primeras notas de Gnosienne no. 1, quedé flechada para siempre. Reconozco que mis gustos musicales son bastante peculiares. Solo los cantos gregorianos de los monjes de Silos y la música de Geoffrey Oriema, el africano, me habían estremecido tanto. Y comencé a investigar sobre Satie.
Erik Satie fue un normando nacido en Honfleur en 1866. A los veinte años compuso sus primeras piezas para piano. Poseía un espíritu bohemio y, más que por músicos, se sentía atraído hacia el mundo de los pintores como compañeros de la noche parisina en el barrio de Montmartre, donde él era una figura infaltable en el cabaret Le Chat Noir, antro sobre el que escribí hace unos días en este blog, y donde Satie formaba parte de la troupe de pintores, literatos y músicos bohemios de juerga perenne en aquel local. Era un hombre del music hall, al tiempo que un místico gnóstico y medievalista que militaba en las filas de la Orden de la Rosa Cruz, liderada por el tan célebre como bufonesco Zar Josephine Péladan, figura que mueve a risa como maestro espiritual, pero que ejerció notable influencia entre los artistas de su época. Diez años más tarde Satie se mueve en el ámbito de los cabarets de Montparnasse, donde toca el piano cada noche y compone cancioncillas picarescas y canallas, como de apache. Pero Satie es todo menos un apache. El hombre viste de negro, con perilla y sombrero, muy compuesto. Usa un bastón y podría pasar por un rentista respetable.
A los cuarenta años, presionado al parecer por las acusaciones que le hacían otros músicos sobre su carencia de una sólida formación técnica, Satie matriculó en la Schola Cantorum, y durante los años que permaneció allí compuso muy poco y con muy poca seriedad, como si estuviera apurando un trago amargo con una sonrisita medio malvada. Vivía ya en Arcueil, en una pequeña casa donde no permitía entrar a ninguno de sus amigos y ni siquiera tenía a alguien para ser la limpieza. Es su santuario personal, su guarida secreta, su caverna de Platón inviolable, como su propia alma, y donde tras su muerte fueron halladas infinidad de tarjetas con frases de Satie, greguerías que han pasado a la Historia, y también las cartas que había intercambiado con Susanne Valadon. Satie fue amigo de los pintores catalanes Utrillo y Rusiñol, y de Susanne Valadón, su gran amor, y a falta de otro conocido, el único que se asocia a su vida hermética y gobernada por la pobreza. Su afición por el ocultismo le valió el nombre de Esoterik Satie, en una especie de anagrama ingenioso que se le ocurrió a alguno de los pillos que frecuentaba.
Los tiempos de Montparnasse son los que le inspiran sus obras de carácter medieval, como las Ogives, melodías casi en canto llano, las Sarabandes, las Gymnopédies (danzas de los efebos griegos en celebraciones rituales), monodias sobre acompañamiento llano, delicadamente modales, y las Gnossiennes, que tienen ornamentaciones de sabor oriental. Se dice que compuso estas obras antes de los veintidós años. Es difícil de creer que a esa edad pueda tenerse ya una sensibilidad tan profunda, delicada y exquisita.
Satie fue maestro de Ravel y Debussy, quienes ganaron la fama que pasó junto a aquel sin guiñarle el ojo. Carpentier asegura que no fue un gran músico. Y no está solo en tal aseveración:
¿Fue un gran compositor? Absurdo sería afirmarlo. No dejó obras mayores. Jamás trató de escribir una sinfonía, un concierto, una sonata, una ópera. Sus piezas para piano no son tocadas por los concertistas, a causa de su extrema facilidad, que les veda todo lucimiento. No fue Satie lo que puede llamarse un gran compositor, ciertamente.
¿Creía Carpentier, como permite deducir el párrafo anterior, que los grandes compositores son, por definición, aquellos que escriben obras complejas y llenas de filigranas que permiten el lucimiento de los intérpretes? ¿No es este un criterio pequeñísimo, muy vano y casi tonto? Sin embargo, arrollado por la fuerza de los hechos, Carpentier termina su artículo admitiendo:
…existe un embrujo Satie, una atmósfera Satie; un colorido orquestal que podría emparentar la música de Satie con la pintura de Braque y Juan Gris […] Eric Satie era ante todo una sensibilidad, una sensibilidad al estado puro, nunca mellada por el afán de ciencia ni por ambiciones desmedidas. Nunca pudo ser imitado, a pesar de su frecuente utilización de los procedimientos ingenuos. En medio de los gigantes que fueron sus contemporáneos, Satie alzó una voz modesta y menuda, que se sigue escuchando veintisiete años después de su muerte.
¡Voz modesta y menuda! En el arte, como en la vida, hay tales para cuales, cierto público para ciertas obras, y cuando un creador gusta a todos con la misma intensidad me causa desconfianza, pues no es posible en arte poseer una sensibilidad estandar que llega por igual a todos los seres. Me temo que Satie no era un artista para la sensibilidad un poco fría y siempre intelectualizante, elitista y tal vez pretenciosa de Alejo Carpentier, melómano, musicólogo, pero nunca un hombre de pasiones profundas, aunque fue capaz de crear personajes de de intensidades que estremecen al lector, pero vistos como a través de una lupa, desde la perspectiva de un observador que, más que intentar comprender, pretende viviseccionar neurona por neurona los recovecos psicológicos de sus personajes.
Carpentier se admira de que a los cincuenta Satie fuera considerado un viejo por sus contemporáneos, y de que le llamaran “viejo ángel de Arcueil” cuando, según él, los cincuenta son la edad de la juventud de un artista (idea de la que discrepo auque vaya en contra de mí misma). Creo que Eric Satie fue, ante todo, un espíritu ansioso de vivir según una ética personal, fenómeno rarísimo de encontrar en el género humano, donde la mayoría quiere vivir para su goce o su enriquecimiento. Satie era austero, era él mismo como una bellísima, pero misteriosa monodia que solo se torna inteligible para quienes vibren en su misma cuerda. Espíritu estructurado absolutamente en las coordenadas opuestas a las de la ambición, pudo haber aspirado a la trascendencia, pero le importaba más ser él mismo, y en su sentido mordaz del humor me parece sentir las pulsiones de la amargura más profunda y lacerante. En una de sus célebres frases: “Me llamo Erik Satie, como todo el mundo”, donde muchos quieren ver un chiste yo percibo un sarcasmo contra sí mismo, contra la disolución en la nada cotidiana que parece haberle sido un karma imposible de quemar. Satie padeció, sin duda, la falta de reconocimiento con que le aplastó su época, pero dudo que hubiera deseado ser reconocido para insuflar alimento a un ego que demandara nutrición; más bien lo acicateaba el temible deseo de justicia de aquellos a quienes ganan por la mano los mediocres, de aquellos dueños del talento que se pudre por falta de comprensión, de los adelantados a su tiempo; pues fue humilde, porque quiso, por encima de todo, la pureza genuina de la acción artística, que no guarda más tesoro que la satisfacción que emana del acto mismo de crear.
Quienes le defienden dicen que fue un amante de la miniatura. Yo digo que a pesar del secreto y la reticencia con que rodeó su vida, tuvo el alma diáfana, y que le sufría el alma por ser un pájaro frágil obligado a cantar en una coral de rugidos. Esa sufriente amargura, ese intenso y hurticante sentimiento de injusticia que nunca se permitió expresar con la claridad de Litle Richard cuando declaró: “Creo que no he tenido el reconocimiento que merezco”, envenenó su alma como un tósigo secador, y le anticipó una vejez artificial, sobrevenida por causa de penas no solo infligidas por el arte, sino también por el desamor, la incomprensión y la miseria. He escuchado a Ravel, a Debussy, a Stravinsky y a muchos grandes compositores de todos los tiempos, me he deleitado con sus audacias, sus exquisiteces y sus alardes de virtuosismo, pero de casi ninguno puedo decir que, terminado el disco, me haya dejado meditando sobre la vida (pensando, sobre todo, en las vidas que hubiera querido vivir), como siempre me deja la música “pequeña”, “simple”, “infantil” de Erik Satie —que en su desnudez recuerda el adelgazamiento perseguido por Virgilio Piñera en su intento frenético por crearse un estilo alejado del barroquismo de Lezama—. El camino de la música va mucho más allá de las líneas del pentagrama. El camino de la música llega hasta las puertas del espíritu, hasta las puertas mismas del cielo y las empuja, penetra sin permiso y eleva el alma a los territorios del misterio, el éxtasis y el silencio; territorios de esa maravillosa, mágica suspensión del tiempo, donde se fusionan emociones antiguas que siguen vivas en el interior de los hombres. Pero solo algunos artistas elegidos consiguen eso. Y tal fue, y sigue siendo ad aeternum, el efecto Satie: una energía ancestral. Por eso, aunque con mi mentalidad de esteta soy capaz de repetir de memoria párrafos enteros de las novelas de Alejo Carpentier y no sé qué diera por tener su prosa, lo que retumba siempre en mi corazón es el susurro de Dulce María Loynaz, las voces oscuras de su Jardín y de sus versos, y ni siquiera se me ocurre ambicionar imitarla, porque sé que es imposible. Quiero tener una prosa carpenteriana en su perfección y precisión, en su frondosidad, en su plasticidad, pero quiero que musite en cada cuartilla mía la dulcedumbre de esa fiebre ctónica que recorre a Dulce como un mal viento, esas honduras del sentimiento, su extraño palpitar en el mensaje que quiero dar a los hombres y mujeres del mundo. Esa es la diferencia entre las sensibilidades de Carpentier y Erik Satie. Nunca un temperamento solar logrará comprender a una sensibilidad lunar. Es diálogo de sordos.
Pero todo tiene su parte positiva, y en este caso, la parte positiva es que el resto del mundo escucha.
Leer su BLOG es siempre alimento para el corazón y el intelecto. Gracias por ponerse al descubierto y regalarnos su mensaje.
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Gracias a ustedes por leer mis mensajitos.
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No conocía conscientemente a Erik Satie, gracias, un precioso artículo además
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Me da enorme placer tener una pequeña parte en el gusto que le da escuchar a Satie. Si le es posible busque la melodía del Epitafio de Seikilos, es griega, creo que la primera que se ha encontrado con notación musical o algo así. Percibirá en esta música las armonías de la cultura griega cuando era lo que era, no ahora, y descubrirá también que los tempos del Epitafio so los que usa Satie en sus Gymnopedias y en otras de sus composiciones.
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